viernes, 7 de noviembre de 2008

LA CANCIÓN SIN TÍTULO


Una noche, mientras cenaba unas galletas con dulce de leche (por aquello de mantener la línea), esuché una canción preciosa. La canción salió revoloteando a través de unas cuerdas de guitarra y, tras dar un par de vueltas por la habitación, decidió depositarse, ligera como un beso, en mi alma. Pregunté, por el título de la melodía, pero, consternada, recibí la noticia que no había recibido nombre alguno.

Decidí buscarle alguno, pero al cabo de un largo rato de meditación infructuosa, me di por vencida. Los sentimientos son muy difíciles de aprisionar con palabras. Esta canción, había conseguido encerrar entre sus notas, a varios de éstos. Una tarea nada desdeñable. Hay mucha gente que se pasa la vida intentando cazar alguno al vuelo para, en su nueva morada, ya sean palabras, música o alfabetos, tener el don de transmitirlo a la gente. Buscan la emoción en los rostros ajenos. Lágrimas, sonrisas, miedos e ilusiones son algunas de las aristas de esta poliédrica labor. Sabemos lo que producen estos sentimientos, y sabemos cuál es su nombre, pero no se pueden definir en unas pocas palabras. Los títulos pocas veces transmiten algo más que un intento vano de llamar la atención. Los pavos reales que, en las portadas, despliegan su irisada cola en busca de unos ojos golosos. Tal vez, nos dejen intuir entre líneas y permitiendo volar a la imaginación por la tierra de la suposición, qué tipo de sentimiento podemos encontrar ahí atrapado. Tal vez, luzcan en sus palabras una frase del estribillo, que acabaremos canturreando en la inconsciencia del olvido no intencionado. Pero mi canción, salvaje e indómita, no lucía ninguna letra que estropeara su serena desnudez. Tan sólo unas notas que, con una naturalidad casi primitiva, golpeaban el corazón de aquel que osara escucharlas.

Hay canciones que tienen este poder. También otras manifestaciones de arte, por supuesto. Porque el arte no es más que una artimaña para captar sentimientos y exponerlos a la luz pública. Satisfacción para aquellos que son incapaces de concebir o manejar tales técnicas. Envidia para aquellos que, aunque las conozcan, son incapaces de atrapar nada en sus redes plásticas. Este poder radica en que, a pesar de la distancia física, el sentimiento es capaz de tocar una fibra de nuestro corazón y sacudirla con fuerza para que emita un vibración que reverbere por todos los recovecos de nuestra alma de tal manera que, por unos instantes, nos sentimos parte de un todo. Y nos emocionamos. Lo sabemos porque sentimos esa opresión en el plexo solar, en el estómago a veces, y decimos cosas como esta película me ha tocado algo.

Cuando escuché la canción me vi transportada a una habitación diferente. Esta habitación tenía un gran ventanal desde el que podía observan un cielo infinito, plagado de estrellas, pues esta canción tiene aires nocturnos. La ventana se abre de par en par y el aire ondea las transparentes cortinas de gasa blanca, y la melancolía aprovecha para escapar por ella y volar veloz hacia el firmamento. Porque la canción nos habla de la melancolía y esconde, entre algunas notas, pequeñas porciones de resignación. La melancolía vuela, y yo, miro con ensoñación la noche. Me siento como una princesa atrapada en un castillo de cuento de hadas, esperando a ese príncipe que está por llegar, pero sabiendo, que ese momento se va a retrasar. Es una canción triste. Es que tiene muchas notas menores, me dice la persona que la toca. Quizás sí. Pero creo que el sentimiento que está atrapado entre esas notas, ha impregnado en cierto grado las cuerdas de la guitarra y se extiende, invisible, por la propia esencia de la canción. La melancolía adquiere entidad propia y se transforma en canción. Y yo la percibo. Imposible no hacerlo. Y cuando crees que esa tristeza dulce que desprende la canción va a inundarlo todo, se cuela con timidez un rayo de esperanza. Un sutil cambio de color, de tonalidad, en el mismo centro de la melodía, nos dice que a pesar de que el sentimiento inicial puediera ser de resignada melancolía, hay en un rincón un ápice de esperanza. La canción se transforma, y te transforma. Sabes, con una certeza absoluta, que a pesar de que las cosas puedan ir mal, en un momento dado tu suerte cambiará. Hay vida porque hay esperanza. En la oscuridad más absoluta serás capaz de ver esa luz que te indica la salida deseada. Es el rayo de sol que te ilumina en invierno.

Y la canción acaba con un nuevo matiz melancólico que te hace sospechar que la persona que atrapó la melancolía entre sus notas, no es consciente de la esperanza que alberga su corazón. Posiblemente se haya oculta, a salvo, con miedo de verse amenazada ante la insidiosa realidad. Se acaba la canción y, tú respiras. No eras consciente que estabas conteniendo el aliento. Notas el toque casi mágico de la melodía y puedes sentir la conexión con ella. La emoción ha pasado, te ha tocado, te ha inundado, te ha transformado. Te sientes agotada y los ojos se cierran, y en un atisbo, crees poder ver de nuevo ese cielo vasto y estrellado.

No tiene nombre esa canción. Yo le quise poner uno y no pude. No le hace falta. El sonido vuela libre. La melancolía también.