lunes, 27 de julio de 2009

LAS COSAS QUE PERDEMOS...



Que cuando se pierde el amor una parte de nosotros mismos también se pierde, es obvio. El amor nos cambia, nos modifica, nos destruye y nos rehace. Y en todo ese proceso constante se pierden piezas que formaban parte de la maquinaria de nuestra alma, de nuestro yo. Se pierde la inocencia, se pierden las dudas sobre lo que buscamos, se pierden ideales,... todo va saltando como los muelles de un juguete roto.


Pero se pierden también otras cosas. Cosas ajenas. Cosas que esos amores nos regalaron y que se pierden en los recuerdos de la nostalgia. Las olas de la memoria lamen la herida y la van haciendo menos profunda porque entierran, como si de tesoros se trataran, esas pequeñas ofrendas que nos realizaron. De vez en cuando, el viento que despierta alguna pasión despistada, o alguna emoción traicionera, desentierran esas cosas, esos recuerdos intangibles. Es la hora de la melancolía, de recordar sólo las cosas buenas, porque las malas se desvanecen con más facilidad. O tal vez es que en vez de ser enterradas, se hunden como un plomo en el océano de la inconsciencia.


Pienso en todo lo que he perdido, cuando algún amor se ha ido. Cosas que he olvidado hacer, o que ya no podré volver a realizar porque ya no somos dos, ahora sólo estoy yo. Cosas que, por circunstacias y convenciones, ya no se pueden llevar a cabo. Cosas que ya no me apetece hacer o tener porque se han devaluado o porque soportan una carga de dolor que no me apetece recoger.


Ya no tendré esos regalos que mis amores me dieron porque las circunstancias han sido cambiadas. Lo perdido está asociado a una determinada persona y en una determinada época que confirió a aquello un baño de dorada felicidad.


Se perdieron las tardes en el mirador observando la ciudad a nuestros pies y debatiendo banalidades de la vida. Se perdió el placer de sentarse a comer una cantidad ingente de donuts edulcorados y variopintos sin el remordimiento de que el azúcar innecesario se posará en las caderas como un tatuaje glucosado. Esas mañanas de rol teñidas de rosa también se han ido acompañadas por los viernes noche de cerveza y confesiones. Libros, música y películas que pertenecen a una persona del pasado y que ya no puedes ver de la misma manera que antes porque son como una rosa: hermosa en el recuerdo pero con el peligro de hacer daño en el alma.
En el amor se ganan muchas cosas, no lo niego, pero con el desamor se pierden otras. Se pierden los recuerdos de los besos. Te pierdes tú. Lo pierdes a él.

miércoles, 22 de julio de 2009

MI CIUDAD


Me encanta Barcelona cuando se despierta. Coger la moto a esas horas intempestivas en las que un soñoliento sol aún no da señales de vida y recorrer la ciudad dormida.





El aire gélido me sopla en la cara para limpiarme del sueño que aún se aferra a mi mirada. El pelo al viento. El pañuelo que cubre mi cuello, protegiéndolo de todo mal atmosférico, ondea como una bandera de identidad propia. La mía. Siempre pienso, durante unos instantes, que tendría que haberme abrigado un poquito más. El amanecer siempre se presenta con un abrazo frío. Pero ese frescor me despoja de mi modorra. Me produce gélidas lágrimas que se llevan con ellas los restos del último sueño. Por unos instantes soy una especie de Reina del Hielo subida en una scooter.




Barcelona se despierta con un ritmo lento, perezoso. Le cuesta volver a la actividad cotidiana. Yo conduzco a unas horas en que las caras que se giran a mi paso son siempre las mismas. Caras ojerosas de los que llevan trabajando horas, cuando todo el mundo duerme. Puedes ver en sus miradas la alegría de saber que la hora de volver a casa se acerca. Puedes ver en sus miradas el cansancio infinito de aquellos que trabajan a deshoras. Con un ritmo circadiano alterado. Cuando la gente se despierta no se acuerdan para nada de aquellos que empiezan, a esa hora, a descansar. También puedes observar en tus paseos a aquellos que, al igual que tú, acuden a su lugar de trabajo. Van con la cabeza gacha y los ojos llenos de legañas. Los madrugadores suelen tener una mirada más triste. Quizás porque no se despiertan con el abrazo del sol. Quizás porque son unas horas de soledad. Horas en las que te tienes a ti y a otros como tú. A veces tengo la sensación de estar atrapada en una especie de limbo onírico. Una tierra de nadie entre el sueño y la vigilia. Barcelona al amanecer.




Barcelona cuando se despierta se llena de olores deliciosos que se diluyen poco a poco en el trajín de cada día. Los coches, las prisas y el mal genio hacen que esos etéreos aromas que la ciudad ofrece se escondan presurosos hasta el siguiente amanecer en que, tímidamente y sólo para unos pocos madrugadores, se muestren con cierto pudor. Son las fragancias delicadas que te regalan los jazmines y los galanes de noche desde la oscuridad de algunos jardines o desde la altura de los balcones de algún romántico empedernido que conserva flores en la ciudad gris. Los efluvios que se escapan golosos de las puertas entreabiertas de algunas panaderías que se resisten a convertirse en algo artificial. Que aún se atreven a vender pan no plastificado. Y el aroma esquivo, el que sólo aparece porque el viento lo empuja tozudamente hasta ti, el olor salobre que indica que en la ciudad por donde te mueves hay mar.



Barcelona al amanecer te regala la sensación de que eres dueña de tu destino. A veces me ofrece el espejismo de ser una Godiva en ciclomotor. Porque a esas horas, la sensacion de intemporalidad (casi eternidad) cubre la ciudad como un ligero encaje y a veces, acompañando a la suave brisa, te roza el brazo y piensas, en ese instante, que podrías quedar en esa escena para siempre. La chica que da vueltas en una bola de cristal.


Barcelona al amanecer es indescriptible porque esta hecha de retazos de sensaciones.


martes, 21 de julio de 2009

CREIA


Creía que te conocía más que a mi misma, y me equivoqué. Tú creías que me conocías mejor de lo que yo me conocía , y probablemente tuvieras razón. Los errores se pagan caro en la vida. El tuyo lo pagué con creces.

Pero el tiempo es un maestro paciente y riguroso. Inflexible. Te muestra los sueños de plástico en los que te envuelves imaginando un futuro que amortigüe la rigurosidad de cada día. Ahora ya he dejado atrás ese creía. Porque ahora sé. Conozco. Y no me dejo engañar por tus absurdas máscaras de tipo encantador con las que te disfrazas cuando hay otros por medio. Camaleón de lo social. No me engañas porque me destruiste y la que se levantó en mi lugar es otra persona. Rescaté mi mente a golpe de mandalas emocionales. Recuperé mi cordura. Me deshice de las telarañas que anidaban en mis ojos y no me dejaban ver la realidad que había más allá del espejo utópico en el que estaba atrapada.

En el dolor aprendí a conocerte. En palabras ajenas aprendí a valorar lo que escondías. Ya no tienes el poder de zarandear mi alma a golpe de corazón roto. El púgil ha de buscarse otros adversarios que lo ayuden a mejorar.

Sobreviví al destructor que emergió del abismo que abrí cuando quise ver qué había más allá. El ansia de conocimiento a veces tiene su contrapartida. Saber es poder y, aunque la mayoría de veces me gustaría seguir viviendo en la insulsa inopia, era necesario que aprendiera.
La comprensión de la realidad a veces cuesta de aceptar. Integrar, asimilar y volver a empezar. Las imágenes que ideamos son arrastradas por el viento de la vida. Tus palabras se llevaron las mías. Se lo llevaron todo y me dejaron desnuda. Muñeca rota por culpa de interpretaciones erróneas y falsos arrepentimientos.
Me susurraste guapa cuando nadie te oía y me reí. Luego me diste pena. No me engañas. Porque yo creía en ti. Yo, creía.

martes, 9 de junio de 2009

LOS HOMBRES A LOS QUE NUNCA BESÉ


Hace mucho tiempo, un compañero de trabajo me regaló una libreta. Yo trabajaba cuidando a una pareja de ancianos que se dedicaban a ver la tele los fines de semana. Para pasar el rato me dedicaba a divagar bolígrafo en mano. Fue una época bastante prolífica la verdad. Escribía sobre las insulsas tardes que me veía obligada a soportar, sobre cualquier objeto que me llamara la atención en aquel momento, sobre mi compañero de turno, sobre las hilarantes historias que me veía protagonizando a consecuencia de las absurdas situaciones a las que me abocaba la senilidad de la pareja. Escribía en la libreta en la que tenía que anotar tensiones, glicemias y medicación tomada. Siempre iba con el bolso lleno de papelajos que acababa perdiendo. Relatos que acabaron en manos del olvido, o tal vez, la casualidad quiso que se diluyeran en los ojos de algún curioso que un día de viento recogió un papel que volaba sin cesar.

Mi compañero que estaba harto de tanto papelillo suelto aprovechó mi cumpleaños para ir a comprarme una libreta tan sólo para mi uso y disfrute personal. Roja y con espejitos, lo más del momento en el Natura. O eso le dirían, me imagino. La verdad es que por una parte lo agradecí de veras pues la libreta tenía la misma ansia de viajar que yo y me acompañó a diferentes países. Por otra no; el incremento del peso de mi bolso repercutió de manera dolorosa en mis pobres omóplatos.

Libreta en mano, bueno, en bolso, seguí escribiendo absurdidades procreadas a partir de la unión de la tediosidad y la indolencia propias de mi juventud y de un somero aburrimiento. Fue en una de esas tardes interminables cuando tuve una genial idea. Vale, lo que a mí me pareció una genial idea en ese momento. Estaba yo repasando antiguos amores frustrados a los que dedicar una oda, o una elegía, cuando me puse a pensar en todos aquellos chicos a los que siempre quise besar y nunca me atreví a hacerlo. La inocencia, el candor, la timidez, la inconstancia... todas las excusas por las que no había besado a ese chico eran válidas para dar paso a la elaboración de una lista, a la que bauticé con el ingenioso nombre de "La lista de Mónica". La lista fue elaborada en un par de días, cosa que agradecí enormemente, pues estuve la mar de entretenida sumergiéndome en un mar de recuerdos la mayoría de ellos prepúberes. Amores platónicos, amores de sueños, amores no correspondidos, amores castos.... Cuántos besos que no pedí...

Una vez tuve la lista no me sentí del todo satisfecha. ¿Y ahora qué? La inspiración vino a hacerme una visita. ¿Qué tal si te dedicas a ir tachando los nombres de la lista? La idea no me disgustaba en absoluto. Si fuera capaz... Volví a repasar todos los nombres. En la lista había chicos a los que hacía años que no veía. A algunos les había perdido la pista. Pero yo tenía algo en aquel momento. Tenía mucho tiempo muerto y nada mejor que hacer. Decidí hacer de investigadora privada. Buscar uno a uno, a todos los nombres que confeccionaban mi lista y pedirles el beso que nunca me dieron. Quería que algún día, al mirar atrás en el tiempo, pudiera decirme: "no hay ningún chico al que quisiera besar y no lo hiciera. No dejé en ese aspecto nada por hacer". Sí, esa vena utópica, me pierde.

Así que empecé mis investigaciones. Busqué a esos chicos a través del tiempo (bendita internet), a través de contactos, a través de las ideas más descabelladas que se me pudieran ocurrir. Y poco a poco los empecé a ir encontrando. Y poco a poco empecé a ir tachando nombres que aparecían en mi lista. Hasta que un día, paré de golpe.

¿Por qué? Bueno, la respuesta me la dio la persona a la que más me costó encontrar. Mi primer amor, al que no veía desde...bufff mejor ni pensarlo. Yo iba decidida a conseguir el que yo llamaba "el beso de oro al mejor logro personal". El broche final a mi primera de historia de amor. Pensaba que si conseguía ese beso demostraría al mundo entero que en el amor todo es posible, que es cuestión de paciencia. Que el que da recibe. Y un montón de tonterías más. Pero cuando lo tuve frente a mi... simplemente no pude. No quise romper la magia de la incertidumbre que me había acompañado todos esos años. ¿Y si besaba mal? estaría mancillando el recuerdo más hermoso (vale, el más inocente) que había atesorado hasta el momento. Hay cosas que es mejor dejarlas como están. Permitir que las posibilidades que se podían haber abierto permanezcan siempre sin descubrir. Caminos sin recorrer en la senda de la vida. Esos besos hubieran sido los adecuados en el tiempo en que casi fueron pero no llegaron a ser.

Cada beso que conseguía me robaba un poco de la idílica imagen y las trémulas expectativas que me había creado cada tiempo. Me estaba robando a mi misma. Me estaba robando un poco de mí. A mi pasado que confluía incesante hasta mí. A mi presente mancillado por tanta superficialidad enmascarada de heroica gesta.

Así que la lista de Mónica quedó incompleta. Y cada vez que conozco a un chico al que me gustaría besar y no lo hago, sea el motivo que sea, levanto mi copa y brindo por otro nombre más que añadir a mi lista. Porque sin sueños no se establecen metas. Porque sin metas no avanzamos en la vida. Porque sin vida, no hay besos que perder. Besos que vivir.

Brindo con vosotros por cada suspiro que emití por cada beso que no di.

viernes, 6 de marzo de 2009

LA CHICA MARIPOSA QUE VIVÍA SIENDO UNA ORUGA



La chica mariposa, vivía siendo una oruga y sin tener consciencia clara del brillante porvenir que le aguardaba.



Su vida como oruga no le parecía del todo mal. Tampoco conocía otra mejor. Sabía que había en el mundo otros estilos de vida. Algunos le parecían maravillosos. Otros le inspiraban conmiseración por las criaturas que estaban abocadas a vivirlos. Otros le eran totalmente indiferentes. Y otros, simplemente, le eran desconocidos.



La chica mariposa que vivía siendo una oruga era, en términos generales, no infeliz. Tampoco podía decirse que fuera feliz. Se podría decir que simplemente era. Y es normal que simplemente fuese, porque la vida de una oruga no era satisfactoria en demasía. Lo que pasa es que cuando vives del único modo en que crees que es posible hacerlo, sin expectativas, sin sueños, simplemente limitándote a vivir sin complicaciones, jamás puedes alcanzar la verdadera felicidad, porque jamás llegas a conocerte a ti mismo, ni tampoco tus posibilidades. Por lo demás la vida de oruga tampoco es que ofreciera demasiadas expectativas, ni demasiadas aspiraciones. Vivir con tranquilidad es lo que tenía en mente la chica mariposa que vivía siendo una oruga.



La vida de oruga, vista desde fuera, era bastante corriente. Tenía sus rutinas, sus caminos marcados, las flores menos peligrosas, la lluvia, los enemigos naturales, los artificiales,... Vivía constantemente arrastrándose por el suelo, con los peligros que ello conllevaba. Siempre hay alguien dispuesto a pisar a una simple oruga. No sé por qué, pero encuentran un maligno placer en ello. La chica que vivía siendo una oruga, había sido pisoteada ya unas pocas veces y, aunque había salido con vida de aquellos terribles percances, había recibido heridas que afectaban a su arrastrar. También había aprendido lo que era el miedo y la necesidad de auténtica precaución. Por eso, casi siempre caminaba por las sombras y a través de los altos tallos de las plantas, buscando pasar lo más desapercibida posible. Sabía que las corazas de poco servían, pues no habían sido pocos los caracoles y escarabajos que habían caido aplastados bajo sus pies.


Otro inconveniente de vivir siendo una oruga era la incapacidad de observar el cielo. Uno sabía que existía el cielo, esa inmensidad suspendida sobre todos los seres, pero ni por asomo se imaginaba la posibilidad de viajar por él. Además, para poder observarlo en toda su amplitud y permitirse el lujo de soñar, había que trepar a la cima de los árboles o de las flores y eso tenía riesgos. Siempre hay pájaros de ojo avizor, ávidos por degustar un delicioso plato de estofado de insecto. Y las orugas son insectos. Y las orugas no quieren acabar siendo devoradas por ningún famélico plumífero.


La chica mariposa que vivía siendo una oruga no estaba sola. A su alrededor habían muchas otras personas que vivían, al igual que ella, siendo orugas. A algunas de ellas, aunque con el tiempo cada vez menos, las consideraba verdaderas compañeras y pasaban bastante tiempo haciéndose compañía y limitándose a ser. Hasta que al cabo de un tiempo esas compañeras fueron poco a poco retrayéndose y empezaron a desarrollar una costumbre hasta el momento insospechada: empezaron a tejer una colcha blanca. También empezaron a mostrar un comportamiento de lo más extraño: decían que querían ser "algo", que querían evolucionar. Un día, una vez acabadas aquellas colchas extravagantes, dijeron tener mucho frío y mucho sueño y se taparon con ella. Así estuvieron mucho tiempo y la chica que vivía como una oruga empezó a sentirse muy sola. También ella quería evolucionar pero no sabía cómo. Quría preguntar a sus compañeras pero éstas estaban dormidas.


Tiempo después, sus hasta entonces compañeras empezaron a despertar y.. oh! sorpresa! habían realmente cambiado. Ya no parecían en absoluto orugas. Tenían a sus espaldas unas maravillosa alas, de múltiples e irisados colores. Su cuerpo era más esbelto y ya no mostraba el tono verdoso anterior. Eran mariposas y como tales echaron a volar. El viento arrastró el sonido de sus carcajadas de puro gozo al ver que podían volar hasta la figura solitaria de la chica mariposa que vivía siendo una oruga.


Pasó el tiempo y, pese a que sus antiguas compañeras convertidas en mariposa seguían yéndola a visitar de cuando en cuando, las cosas habían cambiado entre ellas. Le hablaban de cielos azules, de vientos que las hacían volar más veloces que una libélula, de sitios nuevos, de nuevos horizontes... La chica que vivía como una oruga asentía de vez en cuando y fingía entender de lo que le hablaban. Pero no entendía nada de nada. Y cada vez se sentía más sola. Y cada vez se convencía más a si misma de lo adecuado que era seguir siendo una oruga.


Hasta el día en que todo cambió. La chica que vivía siendo una oruga llevaba algunos días practicando punto y estaba empezando a tejer una colcha blanca como las de sus compañeras. Pese a que quería convencerse a si misma que ser oruga no estaba del todo mal, últimamente tenía la sensación en el estómago que si sus compañeras habían podido, ella también podía. Era cuestión de práctica. Todo era intentarlo. La razón verdadera era que hacía poco casi la habían aplastado mientras estaba de paseo y esa había sido la gota que había colmado el vaso. Si volaba, se repetía como una oración, nadie la podría volver a aplastar jamás. El problema era que la colcha se le resistía, nunca le quedaba todo lo bien que quería, y ella, intuitivamente, sabía que si no estaba perfecta no iba a servir para nada.


Practicó y practicó todas las noches y todos los días. Lloviera o hiciera viento. Bajo un frío severo o un calor bochornoso. Tejía y tejía. Deshacía y volvía a empezar. Hasta que un día observó maravillada que lo había conseguido. Tenía entre sus manos la más perfecta de las colchas blancas. Y, mientras la observaba maravillada, empezó a sentir mucho frío, y una cosa rara que le presionaba por el pecho y le subía por la garganta y le estiraba de las comisuras de los labios hacia arriba. Se abrigó con la colcha y, por primera vez en su vida de oruga se sintió realizada. Se sintió segura. Se sintió a salvo. Se sintió a si misma por primera vez. Y se durmió satisfecha.


La chica mariposa que vivía siendo una oruga por primera vez tuvo sueños, expectativas. Contempló en su interior las posibilidades que la vida podía ofrecerle y se dió cuenta que podía realizarlas. Lo único que le molestaba un poco era esa sensación del pecho...


Mientras que la chica mariposa que vivía siendo una oruga seguía durmiendo, una idea se abrió camino hasta su cabeza. Eso que sentía....¿podría acaso ser verdad? Pero en su fuero interno era consciente que la respuesta era obvia porque la había sabido desde el principio. Esa sensación era aquello conocido como la felicidad. Y ese tirón de los labios, sin duda era la sonrisa de la que tanto había oido hablar. Y así, con una sonrisa en los labios, y el corazón henchido de felicidad, la chica mariposa que había vivido siendo una oruga, siguió durmiendo....


Shhhh.... dejemos que duerma, dejemos que le crezcan las alas, dejemos que descubra asombrada la capacidad de volar, dejemos que ría, dejemos que sea...

jueves, 26 de febrero de 2009

DESPERTAR


Suena el despertador. Empieza un nuevo día y la pereza me amodorra y me suplica al oido cinco minutos más. El contraste entre el frío del aire que se cuela por los resquicios de un balcón que, solemne e imperturbable espera su jubilación, y el calorcito que desprende el nórdico después de toda una noche de contacto con mi transpiración de ser cálido, hacen que remolonee un rato más.


La luz diurna se va filtrando a través de los cristales del balcón, un tanto sucios por la presencia continua de coches y obras que acaban y vuelven a empezar. Silenciosa cadencia apolínea que hace bailar bajo su influjo a cientos de motas de polvo que giran sin cesar siguiendo un ritmo con forma de tirabuzón. Juego con mis dedos a interrumpir esa danza incesante e imagino una corte palaciega de motas de polvo confusas porque un dedo gigante ha estorbado su vals.

Sé que es hora de levantarse. Hay cosas que hacer. Cosas que esperan su turno para ser atendidas y resueltas. Cosas que irremediablemente se verán pospuestas porque a veces no abarco todas las soluciones. Cosas que siempre reclaman atención, insistentes. Cosas que aparecerán durante el día. Cosas, cosas,... Mientras pienso esto, dejo que la pereza me vuelva a abrazar y me dejo mecer entre sus brazos cargados de promesas algodonosas como nubes. Paraiso de leche y miel para mis sentidos. La casa está vacía y disfruto pensando por un momento que soy la reina de mi tiempo. El silencio es casi palpable. La luz tenue todavía. Y yo sigo adormilada, calentita bajo mis sábanas.

Poco a poco, la obligación avanza hasta mi cama y cogiéndome por los hombros me sacude con fuerza para despertarme. Aunque sigo sus consejos, a veces la encuentro un tanto cansina. En mi fuero interno me encantaría perderla de vista un par o tres de días. Me pregunto cómo sería vivir en la inconsciencia de aquellos capaces de vivir sin ningún tipo de obligación. Pero como no soy así dejo que la acción de levantarse empiece a cobrar forma en mi cerebro y se desplace hasta mis músculos, ladrando órdenes a diestro y siniestro para alejar la modorra, para ahuyentar la pereza que tan amablemente me acunaba. Los músculos responden casi de inmediato. Me estiro, me desperezo, arqueo la espalda, alargo las piernas, los brazos y lanzo un bostezo tipo señorial por donde se escapa resignada mi haraganería.

Me levanto y apoyo los pies descalzos sobre el suelo frío tras caminar por él la gélida noche. Este cambio de temperatura acaba por sacudirme de encima ideas ociosas que revoloteaban por mi mente buscando un hueco donde anidar. El frío me despeja, me da nuevas energías para encaminarme hacia el motor que inicia la actividad, en ocasiones febril, de casi todas mis mañanas: mi querida cafetera. Entre ella y yo establecemos nuestro peculiar ritual matutino cuando le pido mi dosis de cafeína y ella, coqueta, finge no querer darmelo. Tras insistir varias veces, empieza a verter el espeso y humeante líquido negro entre quejidos y chirridos, para recordarme que ya tiene cierta edad. La miro con nostalgia, sabedora que un día no fingirá, que realmente no podrá darme el café y que ese día será la despedida definitiva de mi compañera infatigable de tantos despertares.

Me encamino, café en mano hasta la butaca del salón, sabiamente orientada hacia los grandes ventanales que, ufanos, dejan entrar a raudales la luz y el sonido de la ciudad. Descorro las cortinas y me siento con las piernas recogidas dispuesta a observar como empieza la vida rutinaria en la calle. Veo como gente más remolona que yo empieza su vida laboral con la rapidez de aquellos a los que se les han pegado las sábanas. Veo gente, más madrugadora que yo, que ya lleva rato en plena faena. Los veo alejarse calle abajo con el carrito de la compra aún vacío. En un rato regresarán. Veo gente que, al igual que yo, se dedica a contemplar la vida despertar.

Cuando termino el café, sé que es hora de empezar a trabajar. Lavarse, vestirse, peinarse, irse, comer... La misma rutina de siempre. El mismo ciclo repetitivo que encuentro tan necesario. Pautas diarias que aportan seguridad. Los imprevistos me descolocan y siento que el día ya no marcha igual. Así que, depués de estar lista y aseada salgo por la puerta sin mirar atrás.

Otro día que empieza, otro día por acabar.

sábado, 14 de febrero de 2009

EL DOLOR DEL RECUERDO


Ayer estuve hablando de los motivos que me condujeron a crear este blog. Hay algunos instantes de tu vida que deben permanecer enterrados. Para siempre. Abrir el baúl de los recuerdos, en algunas ocasiones, puede llevarte a un estado regresivo previo si no estás lo suficientemente preparado para afrontar el recuerdo de un dolor que, en su día, fue lacerante y devastador.



Yo, que tengo en ocasiones una tendencia claramente masoquista, sé muy bien que hay sufrimientos que no merece la pena revivir, porque llevar a cabo esta especie de resurrección, a veces conlleva no sólo volver a sufrir de nuevo todo el conflicto, sino el temible inconveniente de levantar a los viejos fantasmas de las tumbas donde los enterrastes. Esto lo sé por experiencia propia, porque hubo un tiempo en que la vida carecía de sentido, y hallaba consuelo, de un modo absurdo, en el hecho de exponerme una y otra vez, en una vorágine secuencial y sempiterna, a los recuerdos de las heridas que me habían inflingido. Nunca he sido una persona especialmente fuerte ni valiente, aunque la gente se obceque en opinar lo contrario. De manera que ,mientras me dedicaba a rememorar esos recuerdos tan desagradables una y otra vez, en una búsqueda absurda de algún sentido espiritual a lo que aferrarme en medio del caos vacío en el que sentía que me hallaba metida, los fantasmas de los miedos se levantaron y avanzaron hacia mi. En fin, fue una época muy mala en la que intenté reencontrarme y volver a levantarme lo suficientemente intacta como para observar el estropicio e intentar arreglar aquel embrollo gentileza de cierta casa victoriana. Como de lo malo todo se aprende, di la lección por aprendida: no volver a recordar momentos sumamente dolorosos mientras no me halle en una disposición de ánimo que augure fortaleza interior y cualquier otra pamplinada espiritual.



El problema a veces reside en dilucidar cuando uno está fuerte de cuando uno cree estarlo. A veces caemos en el tópico y típico error de autoengañarnos y pensar que tenemos todo solucionado. Porque a veces necesitamos creer que somos más fuertes de lo que en realidad somos para que, en una parábola emocional un tanto grotesca, acabemos siéndolo realmente. Somos un poco el Narciso de nuestra propia templanza y fortaleza. Otras veces nos despista la máscara que nos ponemos para evitar preocupaciones fútiles a los demás. Las repeticiones sobre un estado de salud mental óptimo recaen una y otra vez sobre tus oidos que, al final, confusos, no saben distinguir entre la mentira que sale de tu boca y la esperanza de una realidad poco probable. Esta lluvia de mentiras disfrazadas de verdades futuras acaba anegándolo todo, cayendo en la trampa de creerte tu misma esas mismas falsedades antes del tiempo determinado para que dejen de ser un espejismo. Todos estos falsos iconos sobre nosotros mismos y nuestro afán de superación, caen aplastados bajo el peso irremediable de un dolor que seguía estando ahí. Agazapado. Esperando el momento oportuno en el que tú bajaras las barreras que con tanto esfuerzo creías haber izado para defenderte de su ataque furtivo.


El ser humano puede pecar a veces de ser sensible y débil. Nos creemos poseedores de una fortaleza que insiste en escurrirse sinuosa entre nuestros dedos inexpertos. Pensamos, en nuestra ignorancia, que nuestra moral se erigirá frente a nosotros a modo de escudo protector sin entender que el dolor no entiende de verdades. Y menos de justicia. Los recuerdos dolorosos tienen la molestia de volverse perennes en nuestra memoria. Nuestra meta o aspiración es intentar ser lo suficientemente capaces de llegar a vivirlos de nuevo sin que su intensidad nos afecte. El tiempo es un atenuante magnífico.

viernes, 13 de febrero de 2009

SAN VALENTÍN


Mañana es San Valentín. Una fiesta que pienso que es realmente estúpida y discriminatoria y que, absurdamente, estoy deseando celebrar.

San Valentín, junto con Sant Jordi son fiestas populares para celebrar el amor. Ya sé que para Sant Jordi te venden la moto que en realidad es el día del libro y de la rosa, pero todos somos conscientes que el libro se compra para él, y la rosa para ella. Así que nos encontramos en una población que tiene dos fiestas comerciales dedicadas a ensalzar los beneficios del consumismo por amor. Y es en estas fechas cuando me pregunto en mi fuero interno qué demonios tienen que celebrar dos personas que están enamoradas si lo suyo es una celebración constante. Si estás viviendo un amor en su pleno apogeo cada día lo vives como una fiesta. Eso sin contar los motivos reales, imaginarios o imprevisibles que aduces para complacer a tu pareja con un detalle sin importancia. Detalles que suelen ser chucherías varias obtenidas previo pago, por supuesto. Las artesanías caseras quedaron en el olvido porque es más práctico y más factible ir a la tienda a comprar algo. No conozco a nadie de mi edad que se dedique a tejer una bufanda o un jersey para su amado. De hecho, no conozco a nadie de mi edad que sepa tejer. El único alivio que me queda es la capacidad de algunos de organizar cenas en casa. No cuentan llamadas a pizzerías ni restaurantes chinos.

Si, por otra parte, tienes un amor consolidado, anodino tal vez, entonces estas fiestas las aprovechas para recordar a tu pareja que la sigues queriendo. También puede ser que aproveches para engañar a tu pareja fingiendo que la sigues queriendo. Un porcentaje las celebra porque se perciben como algo obligatorio, merecedor de un gesto desaprobatorio si caes en el error de no rescatarlas del olvido. Para que esto no pase, la sociedad echa un cable a aquellos despitados que viven en la monotonía emocional. Señales admonitorias de que el gran día se acerca. Preparen su corazón y sus bolsillos. En primer lugar, un alud de anuncios televisivos y callejeros golpean todos tus sentidos: visual (es imposible no ver los miles de anuncios que surgen por todas partes como setas en otoño), auditivo (el tema da para mucho ya que no sólo oyes anuncios sino que puedes escuchar a la gente parlotear sin cesar sobre las maquinaciones que están tramando para sorprender, agradar y demás a su pareja), olfativo (en estas fechas aparece una nueva tribu urbana. Son unos seres peligrosos que viven y se reproducen en los grandes supermercados y que tienen la irritante costumbre de rociarte con los efluvios que traen con ellos con el firme propósito de engatusarte para que accedas a comprarles uno de sus frascos), gustativo (explosión demográfica de los familiares elaborados del cacao y nacimiento de una nueva especie, la rosa de gominola para los paladares más golosos) y por supuesto el táctil (peluches, peluches y... sí, creo que peluches). En segundo lugar, la calle se engalana con miles de puestos ambulantes que ofrecen sus productos a cualquier transeúnte que por algún motivo desconocido (tal vez vuelva de un viaje por otra dimensión, o haya estado en interfase) no haya observado ninguno de los signos del punto anterior. Así que uno se encuentra que cada pocos pasos disfruta de todo un surtido y variedad de rosas, libros y otros objetos (porque hay que ir innovándose) al alcance de un bolsillo que cada vez ha de demostrar más solvencia. También se pueden observar por la calle unos transportes públicos de lo más engalanados: los autobuses son disfrazados cual toro de miura con banderines incluidos. Lo malo de esta medida para recordar a los peatones que estamos ante un día festivo, es que la mayoría de ellos se quedan mirando pasmados esas banderillas con la confusión pintada en sus rostros... qué fiesta debe ser hoy, es la incógnita que uno puede leer en sus ojos. Y si a pesar de todos los puntos anteriores uno de olvida o se despista, siempre puede recurrir al tan manido "es que yo estas fiestas comerciales no las celebro, yo a mi pareja le hago regalos cuando me lo parece" que queda muy cool, muy anticonsumista y te deja con la sensación en la boca de que esa es toda una detallista. Aunque normalmente se trata de personas de apariencias falsas, que no han tenido en su vida la intención de brindar a la persona amada un regalo de índole afectuosa. Y me parece muy bien. Hay que reconocer la virtud de apreciar lo que uno tiene sin interrupciones materiales, exceptuando, claro está, el caso de los tacaños acérrimos.


Pero ¿qué pasa con aquellos que no disponen de una pareja a la que regalar o que le regalen? En verdad, ellos son los que se merecerían un día para festejar. Ser soltero, o single como les gusta llamarse a sí mismos a algunos miembros snobs de la comunidad, en una sociedad que aboga por la reproducción filial a toda costa, es toda una proeza. Proeza porque cuesta mantener tu identidad sin ganarse alguna que otra mirada acusatoria y algún apelativo nada cariñoso, siendo egoista el que más gana en porcentajes. Esto es especialmente evidente en el caso de las mujeres que de vez en cuando aún son catalogadas como solteronas frente al tan cosabido soltero de oro. Los solitarios se ven relegados a un rincón en estas festividades. Marginados sociales. Parias del consumismo sentimental. A veces intentan hacer esfuerzos por integrarse con los demás y se compran a sí mismos regalos aludiendo, con razón, que ellos son su propia pareja y se quieren mucho. Yo, sin ir más lejos, llegué a comprarme una rosa y pasearme por el barrio con ella en la mano, en un intento de encajar en una calle donde todas las mujeres llevaban una.

Yo apuesto por la abolición de estas fiestas en pro de otra de reconociento y apoyo a aquellas personas que, por el motivo que sea, no disponen de pareja comercial. Las que tienen una pareja ya tienen bastante motivo de dicha como para que encima se les tenga que recompensar con dos festividades públicas. Siempre quedan los aniversarios!!. Y si el motivo de celebrarlas es que tu pareja no suele ser detallista... no vas a cambiar a esa persona por imposición popular.

Yo este año celebraré San Valentín por varios motivos: porque es el primer año que dispongo de alguien a quien regalar, porque como nunca lo he celebrado estoy deseando sumergirme en el fervor del consumismo capitalista y porque me da la gana. Lo que haga o deje de hacer el resto de mi vida es una incógnita pero siempre apostaré por una fiesta popular para agasajar a los solteros, a los viudos y a la gente con el corazón roto.

jueves, 5 de febrero de 2009

ROTURA


Hay veces en que por más que intentemos hacer las cosas de una determinada manera, estas se estiran, se retuercen y se acaban volviendo contra ti. Da lo mismo lo mucho que te esfuerces, intentes, patalees y te enfades. No hay nada que hacer. Son los aspectos más brutales de una vida que a veces se empeña en intentar destruir el núcleo de tu esencia misma. Esa esencia, parte intrínseca de uno mismo. Esa esencia que algunos llaman personalidad.

Coelho, ya reflexionó en uno de sus libros, sobre esta esencia nuestra. ¿Somos buenos o malos? Y en caso de que seamos una u otra cosa, ¿es la vida capaz de modificar, de destruir esta esencia nuestra? Es posible, de hecho pienso que es lo más plausible, que todos tengamos en nosotros ambas posibilidades de esta esencia. Somos buenos y somos malos a la vez. En proporciones desiguales. La parte mala, normalmente se haya enterrada bajo el peso de la educación recibida, especialmente si esta está teñida con tintes católicos. Está sepultada bajo un alud de convenciones, normas y protocolos sociales. Estas partes hermanadas dentro de una misma mente viven en constante tensión. Solemos reprimir una, y nos dedicamos a vivir la otra. A nadie le gusta pensar que uno mismo es malo, o tiene el potencial necesario para serlo. Así que, en términos generales, solemos vivir siendo esencialmente buenos. Y eso está bien.

¿Pero qué pasa cuando las circunstancias que nos rodean se vuelven en contra nuestra? Cuando por más que nos esforcemos, luchemos, todo nos sale del revés. Es entonces cuando esta proporción que hasta entonces ha estado más o menos estable, empieza a sufrir un cambio. Cambia la proporción, cambiamos nosotros. Esa esencia buena empequeñece, se agrieta y cede frente a su némesis malvada. Es un punto crítico para el ser. Es el momento álgido de la lucha de uno mismo contra las vicisitudes de la vida.

Y es que puede ser muy duro intentar no renunciar a la manera de ser uno mismo cuando nos enfrentamos a una vida que se empeña en demostrarnos que precisamente, esa manera de ser nuestra, está basada en conceptos erróneos. A ver quién no ha pensado alguna vez que si no fuéramos tan buenos las cosas nos irían mejor. O que siempre triunfan donde nosotros fracasamos, personas con menos escrúpulos. Pero si cedemos ante las adversidades, si cejamos en nuestro empeño de mantenernos fieles a nuestra manera de ser, nos perdemos a nosotros mismos. Es cuando la vida gana. El final de la película en el que el malo resulta vencedor. Nos perdemos a nosotros mismos, y perdemos una parte de nosotros que compartimos con los que nos rodean. Y no es una parte que se recupere. No se puede dar marcha atrás. Si pierdes, si te fallas a ti mismo, si renuncias aunque sea brevemente a tu esencia, quedará como una mácula en tu alma esa equivocación. Caemos en la tentación, y ya no nos liberamos, amén.

El problema estriba en si somos lo suficientemente fuertes para limitarnos a seguir siendo quién somos, cuando las circunstancias se empeñan en cambiarnos. Porque cuando el dolor nos rodea, y la decepción nos embarga, es muy difícl mantenerse estoicos en nuestros puestos. Cuesta mucho la verdad. Yo estuve fantaseando con ideas extravagantes de venganza cuando empecé a escribir este blog. Nunca las llevé a cabo. Pero podría haberlo hecho. Todos podemos ceder ante esta parte malvada que clama el protagonismo que tantas veces se le ha negado. Tuve suerte y resistí. Y me siento orgullosa de no haberme perdido. Perderse tiene como consecuencia la decepción. La de los que te rodean. Pero la peor, la que te infringes a ti mismo.
Hasta qué punto estamos dispuestos a llegar para seguir plantando cara a la vida es un misterio, hasta para los protagonistas de la historia. ¿Somos capaces de vender una parte nuestra, para tener la sensación de victoria? ¿Nos podemos considerar vencedores si no cambiamos y seguimos permitiendo que las cosas sigan iguales?
Son cuestiones que no tienen una respuesta fácil. Depende de tu fortaleza, de a qué te enfrentas, de los apoyos que cuentas, de la integridad que mantengas... Todos estamos andando siempre en la cuerda floja. La cuestión radica en cuánto podemos avanzar sin perder el equilibrio.

jueves, 29 de enero de 2009

SOBERBIA


Todos tenemos nuestros defectos. A veces los ocultamos porque somos conscientes de ellos. Otras ni tan sólo nos imaginamos que puedan encontrarse en nosotros, escondidos tras las fachadas de cordialidad que socialmente adoptamos. Roles que vienen y van, a ritmo de compromisos sociales. Tambien hay defectos que se muestran ante nosotros con la madurez. O con los imprevistos. Se nos muestran y nos sorprenden, nos enseñan cosas de nosotros mismos . Cosas desconocidas, misterios temporales que quedan resueltos por avatares del destino.

Yo he descubierto en mi un defecto. Un pecadillo tal vez. Y es que a veces puedo pecar de soberbia. Suelo creer, en mi suma ignorancia, que lo sé todo. Y por supuesto, no es así. Pero como he dicho, la vida a veces hace estos ajustes de cuentas contigo. Vuelta de rosca y apretando un poquito más. Porque la vida es eso, aprender que no has aprendido casi nada.

Yo me creía que sabía casi todo del amor y sobretodo del desamor. Me parecía que mi visión era acertada, aprendida y consensuada tras muchas experiencias y observaciones de campo. Pero está claro que, aunque sí sepa algunas cosas, especialmente sobre el desamor y algún que otro tipo de amor, no tenía ni idea de lo que verdaderamente significa querer y ser correspondido.
A veces me pierdo en diatribas cínicas y lo camuflo todo tras la visión irónica con la que contemplo la vida pasar. Eso da de mi una imagen de fuerza y de indiferencia que no es en absoluto real. Un espejismo para despistar a los que buscan una callejón para escabullirse de las verdades menos agradables de los otros.
El amor se metamorfosea constantemente y por eso, nunca puede ser comprendido. Ni conocido. Cambia constantemente. En cada ocasión, con cada persona, en un tiempo y según el lugar. El amor es algo infinito e ilimitado. Es amorfo, inclasificable, inaprensible. Cuando lo buscas no lo encuentras. Le gusta sorprenderte cuando menos te lo esperas y con quién menos te lo esperas, aunque a veces se deja mostrar previsible y pausado.
Yo pensaba que el amor no podía conmigo. Escudos de protección como fortalezas de un castillo envolvían el árido paisaje que rodeaba mi corazón. Estaba preparada y con las armas alzadas para lanzar una ofensiva ante el pimer indicio. Cuando tenía un descanso me lamía las heridas más recientes para no olvidar. Pero el amor, a veces es aire. Vuela, se cuela por los resquicios y te desbarata todo. Y una vez desajustada tu realidad, es las hora de desajustarte a ti.

Porque el amor te transforma. Muta dentro de ti y tú, con él. Se cuela en los resquicios de tu alma, hurga, remueve, airea los trapos sucios, los viejos fantasmas, y si resistes los miedos con los que te asusta, entonces te premia con una nueva personalidad, más limpia, más nueva. No es que pierdas tu esencia, sino que durante un periodo de tiempo brillas con una nueva luz. El polvo de las viejas estanterías que sale flotando al paso del plumero.. desaparece, aunque poco a poco se vuelve a posar. Así es un poco el amor si te dejas llevar por él. Te limpia del pasado hasta que el futuro, poco a poco vuelve a poner las cosas en un sitio. Cambian las disposiciones, y surgen novedades, pero lo básico se mantiene ahí.

Y yo, la soberbia, que pensaba que nada me afectaba, caigo rendida y sucumbo ante él. Me siento como si me hubiera sumergido en un estanque de aguas cristalinas. Caen las máscaras y recupero trozos de mi propio yo. Trozos de cosas que se rompieron. Que me rompieron. Pedazos de corazón, una pluma de autoestima, la capacidad de dejarse querer, un sueño que se escapó...

Y descubro, asombrada, a otra Mónica que pensaba que no existía. Tan soberbia soy a veces que pensaba que me conocía casi por completo. Qué gran equivocación. Descubro que soy tierna, que puedo dar besos espontáneamente, que a veces peco de almibarada, que necesito del contacto físico para dormir, que me da miedo perder lo que tengo, que puedo realizarme a través de una mirada, lo equivocada que he estado hasta ahora queriendo a gente que no merecía ni una décima parte de lo que ofrecía. Yo, que siempre he aborrecido a los chiclosos, me descubro como una de ellos, y lo peor de todo es que esta realidad no me horroriza sino que me encanta. Soy como una niña que ha descubierto el baúl de los tesoros. Río encantada con cada nuevo descubrimiento.

¿Por qué no había sido capaz de comprender que el amor podía ser tan maravilloso? Y qué poder tiene. Fuente originaria de los miedos primarios. Ahora que sé lo que es querer y que te quieran soy capaz de entender tantas cosas... Cosas que en mi infinita soberbia me veía con el derecho a criticar y catalogar.

Bienvenidas sean las equivocaciones si darte cuenta de tus errores se aprende de esta manera tan maravillosa

domingo, 18 de enero de 2009

MI TIA


A veces la genética tiene sus cosas. Son un poco parecidas a los caminos del Señor, misteriosas e inexcrutables. La genética quiso que, pese a ser hija de mi madre, saliera más parecida a mi tía. Ya no sólo hablo de físico, que también, sino a aspectos psicológicos, gustos y modos de ver la vida. Yo, muchas veces me he quejado que en vez de heredar la astucia de mi padre o la valentía de mi madre, haya heredado la tranquilidad y la capacidad de sufrimiento que caracterizan a mi tía.

Mi tía es una persona que puede a simple vista parecer fría o parca en palabras. Nada más lejos de la realidad. Lo que pasa es que no se por qué, en mi familia, tenemos tendencias a ser parcos en las demostraciones afectivas. La procesión va por dentro. Y las mujeres que nos desviamos hacia la rama materna, solemos ser tímidas y de una sensibilidad exagerada.

Mi tía y yo, canalizamos muchas de nuestras emociones a través de los libros. Vivimos y sufrimos un montón de historias dentro de la tranquilidad que nos aporta unos límites bien definidos. Páginas de papel que evitan que se desborde un torrente de emociones. Porque somos sensibles y el mundo a veces, es muy cruel. Y ese dolor, a veces abruma y consigue que nos derrumbemos. Aunque siempre acabamos levantándonos.

Me gusta hablar con ella. Pienso que es una persona que tiene unos valores morales muy bien definidos y unas ideas sobre la vida que me tranquilizan. Dice las cosas por su nombre y lo que es blanco es blanco y lo que es negro es negro, independientemente del foco del color. Ella ejerce el papel de perfecta madrina. Me aconseja y me guía y yo le hago caso cuando la situación lo permite. Porque los asuntos familiares que a veces tratamos son temas delicados. Secretos que son susurros entre las dos. Porque estoy segura de que si yo veo mi reflejo en ella, ella también ve algo de si misma dentro de mi. Por eso siempre me protege y me defiende, y yo me dejo defender. De vez en cuando es agradecido que alguien de la cara por ti.

Cuando dudo de mi misma, ella disipa mis incertidumbres. Mantiene una visión clara de las cosas. Las gafas con las que me empeño en ver la vida, a veces se empañan y se ensucian. Ella es mi gamuza particular. Consigue que en su casa me sienta un poco como en la mía. Y es que después de mi idolatrada abuela y sin contar con mi progenitora, es la persona a la que más quiero en el mundo.

Tengo que reconocer que a veces la miro y pienso que en esta vida yo seguiré sus pasos. Es un modelo a seguir, un ejemplo al que me aferro y pienso que es correcto. El adecuado. Una estabilidad que ha conseguido y que mantiene a pesar de los nervios. Todas sus virtudes se plasman y se observan en mis primos que, a pesar de mostrar cada uno un carácter propio y muy poca afinidad a la lectura, son unos chicos ejemplares. Buena gente. De esos que te hacen sentir orgullosos de llamar familia. Y es que con ellos, con mi tíos y mis primos me une un lazo que no muestro con otros miembros de mi familia. y quién diga que quiere a todos por igual miente como un bellaco. Ellos son mi perdición, y lo reconozco. Y para muestra, mi targeta de crédito después de que hayan pasado Reyes. Y es que para la gente que quiero, no hay dinero en el mundo que compense el afecto que les profeso.

Hace tiempo vi una foto de mi tía de joven. Le brillaban los ojos y se la veía feliz. Ahora a pesar de los años transcurridos y de los palos que nos llevamos todos en la vida, aún es capaz de mostrar ese brillo en la mirada cuando ríe y se relaja.

Mi tía es la que me da jamones en Navidad. La que pese a los años me sigue trayendo regalos para mi cumpleaños. Con la que intercambio libros e historias. Comidas en el bingo las dos solas. Paseos por las callejuelas que rodean el Ayuntamiento cuando me regalaba una visita matutina a la ciudad. Siempre mostrando esos detalles que me hacen sentir única y especial. Me da apoyo y consejo. Y eso tan sólo sirve para que uno se de cuenta que es más grande de lo que ella se pueda creer.

Es muy difícil poder corresponder a aquellos que te dan amor desinteresadamente. Siempre queda esa sensación de que podrías dar más. Pero yo les escribo. Intento vaciar el contenido de mi corazón y de mis pensamientos entre estas líneas soñando, que de alguna manera, ellos comprenden lo importantes que son para mí.

Para mi tía, la del corazón de oro. La que siempre esta ahí.

miércoles, 7 de enero de 2009

ALBERT


Una vez construí una torre de marfil, la rodeé de miles de murallas y me puse a vivir en ella, pensando que de esta manera nadie jamás me volvería a hacer daño. Viví feliz una temporada hasta que Albert las fue derribando una a una hasta llegar a mi, para enseñarme que lo que estaba haciendo no era vivir sino esconderme de la vida misma.

Albert es mi Prometeo particular. Trajo el fuego a mi corazón para hacerlo latir de nuevo. Me enseñó que el amor no tiene que significar dolor. El amor significa risas. Con él vivo bajo un alud de azúcar. Glaseado para el alma. Almíbar para mi corazón. La sonrisa siempre aleteando en los labios.

Despierta miedos y los acalla. Sombras del pasado, miedos aprendidos que yacen ocultos por casa acuden a su llamada para ser sorprendidos por la luz de la tranquilidad que los aplasta, uno a uno, hasta que ya no molestan más.

Es un profesor maravilloso. No sólo aprendo de cine y de filosofía y de otras charadas diarias, sino que cada día aprendo cosas de mi misma que ni sabía que existían. Yo que siempre presumía de ser independiente, no concibo dormir sola más de un día. Yo, a la que llamaban Icewoman, anhelo a todas horas sus abrazos y sus besos. Los días de frío me apreto contra él, porque es mi manta y mi consuelo, y de golpe me encuentro tan a gusto que me sorprende a mi misma que pueda ser feliz tanto tiempo seguido.

Doctor Honoris causa, cree que sufro algún tipo de traumatismo que hace que quiera estar con él. Loca estaría si no quisiera estarlo. Es un ser maravilloso. Inteligente y divertido. Sensible y cariñoso, pero sin agobiar, que si no ya estaría corriendo. Le miro y me siento en casa. A gusto, a salvo. Mi premio por lo vivido. Sólo espero estar a su altura, porque a veces me da miedo no ser lo bastante buena para él.

Chico de viajes cortos. Yo que soy de largos. La cuestión está en encontrar el término medio. Mi luz, mi salvavidas. El chico palomita. El de los monólogos desternillantes. Harry Potter, mago de las cebollas. El único que consigue que me quite alguna máscara. Y le gusta lo que ve. Y eso hace que me guste yo un poco más a mi misma.

Tiene una paciencia infinita conmigo. Con las personas en general. Le gusta ver el lado bueno de la gente. En eso es un poco inocente. Y sin embargo a veces emana un pesimismo que sorprende con su buen humor habitual. Se establece una guerra entre mis ganas de animarle y las suyas de hundirle. Siempre gano yo. A veces sucumbe a los arrebatos de su furia Bersecker y se vuelve un torbellino. Vuelan los besos, las cosquillas y los mordiscos. Y yo río como una niña a la que no dejaron sonreir. Es un lisensiado de la abogacía penal y me enseña que no hay que poner demandas de amor porque se pueden ganar.

Su mente vuela libre. Activa. Infinita. Mil ideas a la vez que le desconcentran al intentar cazarlas todas al vuelo. Pero él es así. No puede parar quieto. Ni en mente ni en cuerpo. Siempre de aquí para allí. Ahora hago esto, ahora lo otro. Ahora esto, más tarde lo otro. Y yo me sorprendo teniendo celos de actividades. Porque ellas me roban tiempo que podría pasar conmigo. Y es que a veces el tiempo no es suficiente. Pierde su consistencia cuando estoy con él. Se evapora entre mis manos y siempre me quedo con la sensación de querer más. Pero me encanta a la vez esa lucha contra los segundos. Me gusta, de un modo masoca, echarlo de menos. Los reencuentros son más fructíferos. La alegría de verlo hace que me lata el corazón más deprisa. Las mariposas vuelan libres otra vez.

Mil veces he empezado a hablar de él. Y mil veces he borrado lo escrito. No me parecía suficiente. No consigo capturar la esencia de lo que me hace sentir. No consigo capturar a Albert entre las líneas. Y me da pena. Y me enfado conmigo misma. Porque si tan sólo puediera coger un poquito de lo que él significa en mi vida y en sus alrededores y ponerlo aquí, estoy segura que el corazón de todos los que leyeran esto, se iluminaría durante unos instantes. Pero claro, captar la fuerza de los sentimientos es una tarea casi imposible.

El amor llega a golpe de sonrisa. Una tarde de lluvia sales a pasear con una persona y cuando la miras, sabes que quieres estar con ella. Los boleros como fondo de música te confirman lo que el corazón ya sabe...

sábado, 3 de enero de 2009

AMORE, AMORE


He observado que hay muchos tipos de amores. Y no hay ninguno mejor que otro, simplemente son diversas maneras de vivirlos. Yo siempre me he jactado de ser una entendida en esto de los sentimientos y sin embargo, con cada amor, he aprendido que no tengo ni idea de nada.



Yo siempre he manifestado una clara tendencia a idealizar a la persona amada, colocándola a la altura de los dioses. Esta obsesión por pensar que estoy en compañía del ser perfecto me ha traido varios quebraderos de cabeza porque, ni hay nadie perfecto, ni jamás he estado ni remotamente cerca de estar al lado de uno así. El autoengaño ha sido mi escudo contra una realidad que no era agradable para mi corazón de enamorada. Dicen que el amor es ciego. Yo doy fe de ello. Una vez se ha caido la venda de los ojos que impedía ver la verdadera naturaleza del ser amado, uno se asombra de ver lo errada que puede ser la percepción de la realidad. A todos, o casi todos, nos ha pasado pensar que una persona era de una determinada manera, o tenía un carácter fascinante, para luego descubrir con desilusión que tan sólo se trataba de una fachada que nuestro Eros particular había construido para ocultar, con suma habilidad, los defectos pertinentes de esa persona. Y piensas en qué momento pudiste enamorarte de alguien así. Pero eso fue lo que pasó y es lo que acabas aceptando. Con suerte, estos errores garrafales se acaban conviertiendo en anécdotas que contar en noches de palabras y cenas.



Yo he vivido muchos amores. Viví un primer amor de manual de libro: histriónico, histérico y con el convencimiento absoluto que iba a ser el único que iba a vivir y que jamás, jamás, volvería a enamorarme de otro hombre.He vivido amores de verano, que duran pues..eso, un verano. Amores intensos y apasionados, en el que se quema toda la munición en el primer asalto, para luego descubrir que ya no quedan más balas en la recámara. También he tenido amores platónicos, en los que la realidad carnal no tenía cabida. Eran amores mentales. De lejos. Porque son amores que te permiten fantasear a gusto sin miedo a toparte con el muro de la verdad. Son amores que se esfuman al primer roce corporal. Otro tipo de amor que he vivido ha sido el no correspondido. De este último podría enumerar una serie de variantes con las que también se podría definir, si bien no alteraría el resultado que no deja de ser de lo más simple: la otra persona no te quiere. Sin duda, este tipo de amor ha sido el que más ha determinado mi vida hasta el momento.


El amor no correspondido incluye varias fases, que no tienen porque ser interdependientes o consecutivas. Algunas se dan, otras no. Depende del colorido que seas capaz de aportar a estas relaciones tan frustrantes. Está la fase de la negación de la realidad, que es cuando te empeñas y te obcecas en no querer reconocer que simplemente no le gustas a la otra persona. También está la fase de imaginación, que es cuando de cualquier detalle eres capaz de imaginar una historia que enmascara una declaración secreta, oculta entre los pliegues de ese inocuo detalle sin importancia. Ejemplo de libro, una sonrisa. Una sonrisa amigable puede esconder entre sus aristas historias inimaginables sobre amores secretos que se escapan entre los labios al sonreir. Sólo una mente en fase de imaginación es capaz de captarlas, moldearlas al gusto y aplicarlas sobre una misma sin ser consciente que a veces, la explicación más simple suele ser la acertada. Otra fase a tener en cuenta es la fase de estoicismo, que es la cruda aceptación de la realidad pero con la idea de esperar que el tiempo y tus virtudes hagan cambiar de opinión al objeto del amor. Esta fase es peligrosa porque a veces se corre el riesgo de quedarse atrapado en ella y no evolucionar. Sentimientos atrapados en el ámbar del martirismo inconsecuente.


hay que reconocer que también he vivido un tipo de amor al que yo llamo amor oscuro. Es un amor malsano, que te hace sufrir pero del que cuesta mucho librarse. En el amor oscuro más que amor hay dolor. Dolor que te infringen y que tú intentas combatir a base de amor, sin aprender que cuanto más amor más dolor. Y cuanto más amor entregas menos te queda para ti, porque no es recíproco. Es como un pozo de agua que se va secando lentamente, hasta que al final, la tierra que dependía de él queda seca, ésteril, árida. Así quedas tú después. Porque el dolor que recibes lo defiendes con excusas, con explicaciones, con negaciones de la realidad. Lo aceptas como consecuencia de tu amor y piensas que tu fuerza será suficiente para transformarlo en algo hermoso. El mayor problema del amor oscuro es la capacidad de autoengaño que conlleva. Es un baile de disfraces en el que no distingues personajes de personas. Es más fácil vivir en la mentira que aceptar la cruda realidad. Y normalmente te libras de él porque un día, un pequeño gesto te hace abrir los ojos durante un momento, y ves tu vida, y ves en lo que te has convertido, y ves lo que querías y lo más terrible de todo, ves lo que tienes.


Y por último, está el amor normal. El amor en su esplendor. Nada de idealizaciones al estilo de amor verdadero ( ¿es que acaso hay algún amor que sea falso? Falsedad hay, por supuesto, pero no es amor), ni príncipes azules a galope de briosos corceles blancos. Es el amor natural en el que yo te doy y tú me das. En el que disfrutas con la otra persona. Aquel en el que ríes, te discutes, te reconcilias, hablas y eres capaz de imaginar un futuro con esa persona a tu lado. Porque en el fondo, todos queremos que el amor nos dure para siempre. Es una de las características del amor, esa sensación de perdurabilidad ficticia. Todos hemos tenido un amor normal. Y sencillamente, para mí, es el más maravilloso. Porque lo que le falta en intensidad, si se le compara con un amor de verano o un amor apasionado, le sobra en naturalidad y en tranquilidad, tanto para el corazón como para el alma.


Hay muchos tipos de amor, y muchas maneras de querer. Cada nuevo amor, es un misterio por descubrir. Como uno de esos juguetes que se esconden en un huevo de chocolate. Habrá algunos nuevos y sorprendentes. Otros serán repetidos. Otros no te gustaran. Y, si tienes suerte, algún día llegará por el que suspirar.