miércoles, 22 de julio de 2009

MI CIUDAD


Me encanta Barcelona cuando se despierta. Coger la moto a esas horas intempestivas en las que un soñoliento sol aún no da señales de vida y recorrer la ciudad dormida.





El aire gélido me sopla en la cara para limpiarme del sueño que aún se aferra a mi mirada. El pelo al viento. El pañuelo que cubre mi cuello, protegiéndolo de todo mal atmosférico, ondea como una bandera de identidad propia. La mía. Siempre pienso, durante unos instantes, que tendría que haberme abrigado un poquito más. El amanecer siempre se presenta con un abrazo frío. Pero ese frescor me despoja de mi modorra. Me produce gélidas lágrimas que se llevan con ellas los restos del último sueño. Por unos instantes soy una especie de Reina del Hielo subida en una scooter.




Barcelona se despierta con un ritmo lento, perezoso. Le cuesta volver a la actividad cotidiana. Yo conduzco a unas horas en que las caras que se giran a mi paso son siempre las mismas. Caras ojerosas de los que llevan trabajando horas, cuando todo el mundo duerme. Puedes ver en sus miradas la alegría de saber que la hora de volver a casa se acerca. Puedes ver en sus miradas el cansancio infinito de aquellos que trabajan a deshoras. Con un ritmo circadiano alterado. Cuando la gente se despierta no se acuerdan para nada de aquellos que empiezan, a esa hora, a descansar. También puedes observar en tus paseos a aquellos que, al igual que tú, acuden a su lugar de trabajo. Van con la cabeza gacha y los ojos llenos de legañas. Los madrugadores suelen tener una mirada más triste. Quizás porque no se despiertan con el abrazo del sol. Quizás porque son unas horas de soledad. Horas en las que te tienes a ti y a otros como tú. A veces tengo la sensación de estar atrapada en una especie de limbo onírico. Una tierra de nadie entre el sueño y la vigilia. Barcelona al amanecer.




Barcelona cuando se despierta se llena de olores deliciosos que se diluyen poco a poco en el trajín de cada día. Los coches, las prisas y el mal genio hacen que esos etéreos aromas que la ciudad ofrece se escondan presurosos hasta el siguiente amanecer en que, tímidamente y sólo para unos pocos madrugadores, se muestren con cierto pudor. Son las fragancias delicadas que te regalan los jazmines y los galanes de noche desde la oscuridad de algunos jardines o desde la altura de los balcones de algún romántico empedernido que conserva flores en la ciudad gris. Los efluvios que se escapan golosos de las puertas entreabiertas de algunas panaderías que se resisten a convertirse en algo artificial. Que aún se atreven a vender pan no plastificado. Y el aroma esquivo, el que sólo aparece porque el viento lo empuja tozudamente hasta ti, el olor salobre que indica que en la ciudad por donde te mueves hay mar.



Barcelona al amanecer te regala la sensación de que eres dueña de tu destino. A veces me ofrece el espejismo de ser una Godiva en ciclomotor. Porque a esas horas, la sensacion de intemporalidad (casi eternidad) cubre la ciudad como un ligero encaje y a veces, acompañando a la suave brisa, te roza el brazo y piensas, en ese instante, que podrías quedar en esa escena para siempre. La chica que da vueltas en una bola de cristal.


Barcelona al amanecer es indescriptible porque esta hecha de retazos de sensaciones.


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