jueves, 26 de febrero de 2009

DESPERTAR


Suena el despertador. Empieza un nuevo día y la pereza me amodorra y me suplica al oido cinco minutos más. El contraste entre el frío del aire que se cuela por los resquicios de un balcón que, solemne e imperturbable espera su jubilación, y el calorcito que desprende el nórdico después de toda una noche de contacto con mi transpiración de ser cálido, hacen que remolonee un rato más.


La luz diurna se va filtrando a través de los cristales del balcón, un tanto sucios por la presencia continua de coches y obras que acaban y vuelven a empezar. Silenciosa cadencia apolínea que hace bailar bajo su influjo a cientos de motas de polvo que giran sin cesar siguiendo un ritmo con forma de tirabuzón. Juego con mis dedos a interrumpir esa danza incesante e imagino una corte palaciega de motas de polvo confusas porque un dedo gigante ha estorbado su vals.

Sé que es hora de levantarse. Hay cosas que hacer. Cosas que esperan su turno para ser atendidas y resueltas. Cosas que irremediablemente se verán pospuestas porque a veces no abarco todas las soluciones. Cosas que siempre reclaman atención, insistentes. Cosas que aparecerán durante el día. Cosas, cosas,... Mientras pienso esto, dejo que la pereza me vuelva a abrazar y me dejo mecer entre sus brazos cargados de promesas algodonosas como nubes. Paraiso de leche y miel para mis sentidos. La casa está vacía y disfruto pensando por un momento que soy la reina de mi tiempo. El silencio es casi palpable. La luz tenue todavía. Y yo sigo adormilada, calentita bajo mis sábanas.

Poco a poco, la obligación avanza hasta mi cama y cogiéndome por los hombros me sacude con fuerza para despertarme. Aunque sigo sus consejos, a veces la encuentro un tanto cansina. En mi fuero interno me encantaría perderla de vista un par o tres de días. Me pregunto cómo sería vivir en la inconsciencia de aquellos capaces de vivir sin ningún tipo de obligación. Pero como no soy así dejo que la acción de levantarse empiece a cobrar forma en mi cerebro y se desplace hasta mis músculos, ladrando órdenes a diestro y siniestro para alejar la modorra, para ahuyentar la pereza que tan amablemente me acunaba. Los músculos responden casi de inmediato. Me estiro, me desperezo, arqueo la espalda, alargo las piernas, los brazos y lanzo un bostezo tipo señorial por donde se escapa resignada mi haraganería.

Me levanto y apoyo los pies descalzos sobre el suelo frío tras caminar por él la gélida noche. Este cambio de temperatura acaba por sacudirme de encima ideas ociosas que revoloteaban por mi mente buscando un hueco donde anidar. El frío me despeja, me da nuevas energías para encaminarme hacia el motor que inicia la actividad, en ocasiones febril, de casi todas mis mañanas: mi querida cafetera. Entre ella y yo establecemos nuestro peculiar ritual matutino cuando le pido mi dosis de cafeína y ella, coqueta, finge no querer darmelo. Tras insistir varias veces, empieza a verter el espeso y humeante líquido negro entre quejidos y chirridos, para recordarme que ya tiene cierta edad. La miro con nostalgia, sabedora que un día no fingirá, que realmente no podrá darme el café y que ese día será la despedida definitiva de mi compañera infatigable de tantos despertares.

Me encamino, café en mano hasta la butaca del salón, sabiamente orientada hacia los grandes ventanales que, ufanos, dejan entrar a raudales la luz y el sonido de la ciudad. Descorro las cortinas y me siento con las piernas recogidas dispuesta a observar como empieza la vida rutinaria en la calle. Veo como gente más remolona que yo empieza su vida laboral con la rapidez de aquellos a los que se les han pegado las sábanas. Veo gente, más madrugadora que yo, que ya lleva rato en plena faena. Los veo alejarse calle abajo con el carrito de la compra aún vacío. En un rato regresarán. Veo gente que, al igual que yo, se dedica a contemplar la vida despertar.

Cuando termino el café, sé que es hora de empezar a trabajar. Lavarse, vestirse, peinarse, irse, comer... La misma rutina de siempre. El mismo ciclo repetitivo que encuentro tan necesario. Pautas diarias que aportan seguridad. Los imprevistos me descolocan y siento que el día ya no marcha igual. Así que, depués de estar lista y aseada salgo por la puerta sin mirar atrás.

Otro día que empieza, otro día por acabar.

sábado, 14 de febrero de 2009

EL DOLOR DEL RECUERDO


Ayer estuve hablando de los motivos que me condujeron a crear este blog. Hay algunos instantes de tu vida que deben permanecer enterrados. Para siempre. Abrir el baúl de los recuerdos, en algunas ocasiones, puede llevarte a un estado regresivo previo si no estás lo suficientemente preparado para afrontar el recuerdo de un dolor que, en su día, fue lacerante y devastador.



Yo, que tengo en ocasiones una tendencia claramente masoquista, sé muy bien que hay sufrimientos que no merece la pena revivir, porque llevar a cabo esta especie de resurrección, a veces conlleva no sólo volver a sufrir de nuevo todo el conflicto, sino el temible inconveniente de levantar a los viejos fantasmas de las tumbas donde los enterrastes. Esto lo sé por experiencia propia, porque hubo un tiempo en que la vida carecía de sentido, y hallaba consuelo, de un modo absurdo, en el hecho de exponerme una y otra vez, en una vorágine secuencial y sempiterna, a los recuerdos de las heridas que me habían inflingido. Nunca he sido una persona especialmente fuerte ni valiente, aunque la gente se obceque en opinar lo contrario. De manera que ,mientras me dedicaba a rememorar esos recuerdos tan desagradables una y otra vez, en una búsqueda absurda de algún sentido espiritual a lo que aferrarme en medio del caos vacío en el que sentía que me hallaba metida, los fantasmas de los miedos se levantaron y avanzaron hacia mi. En fin, fue una época muy mala en la que intenté reencontrarme y volver a levantarme lo suficientemente intacta como para observar el estropicio e intentar arreglar aquel embrollo gentileza de cierta casa victoriana. Como de lo malo todo se aprende, di la lección por aprendida: no volver a recordar momentos sumamente dolorosos mientras no me halle en una disposición de ánimo que augure fortaleza interior y cualquier otra pamplinada espiritual.



El problema a veces reside en dilucidar cuando uno está fuerte de cuando uno cree estarlo. A veces caemos en el tópico y típico error de autoengañarnos y pensar que tenemos todo solucionado. Porque a veces necesitamos creer que somos más fuertes de lo que en realidad somos para que, en una parábola emocional un tanto grotesca, acabemos siéndolo realmente. Somos un poco el Narciso de nuestra propia templanza y fortaleza. Otras veces nos despista la máscara que nos ponemos para evitar preocupaciones fútiles a los demás. Las repeticiones sobre un estado de salud mental óptimo recaen una y otra vez sobre tus oidos que, al final, confusos, no saben distinguir entre la mentira que sale de tu boca y la esperanza de una realidad poco probable. Esta lluvia de mentiras disfrazadas de verdades futuras acaba anegándolo todo, cayendo en la trampa de creerte tu misma esas mismas falsedades antes del tiempo determinado para que dejen de ser un espejismo. Todos estos falsos iconos sobre nosotros mismos y nuestro afán de superación, caen aplastados bajo el peso irremediable de un dolor que seguía estando ahí. Agazapado. Esperando el momento oportuno en el que tú bajaras las barreras que con tanto esfuerzo creías haber izado para defenderte de su ataque furtivo.


El ser humano puede pecar a veces de ser sensible y débil. Nos creemos poseedores de una fortaleza que insiste en escurrirse sinuosa entre nuestros dedos inexpertos. Pensamos, en nuestra ignorancia, que nuestra moral se erigirá frente a nosotros a modo de escudo protector sin entender que el dolor no entiende de verdades. Y menos de justicia. Los recuerdos dolorosos tienen la molestia de volverse perennes en nuestra memoria. Nuestra meta o aspiración es intentar ser lo suficientemente capaces de llegar a vivirlos de nuevo sin que su intensidad nos afecte. El tiempo es un atenuante magnífico.

viernes, 13 de febrero de 2009

SAN VALENTÍN


Mañana es San Valentín. Una fiesta que pienso que es realmente estúpida y discriminatoria y que, absurdamente, estoy deseando celebrar.

San Valentín, junto con Sant Jordi son fiestas populares para celebrar el amor. Ya sé que para Sant Jordi te venden la moto que en realidad es el día del libro y de la rosa, pero todos somos conscientes que el libro se compra para él, y la rosa para ella. Así que nos encontramos en una población que tiene dos fiestas comerciales dedicadas a ensalzar los beneficios del consumismo por amor. Y es en estas fechas cuando me pregunto en mi fuero interno qué demonios tienen que celebrar dos personas que están enamoradas si lo suyo es una celebración constante. Si estás viviendo un amor en su pleno apogeo cada día lo vives como una fiesta. Eso sin contar los motivos reales, imaginarios o imprevisibles que aduces para complacer a tu pareja con un detalle sin importancia. Detalles que suelen ser chucherías varias obtenidas previo pago, por supuesto. Las artesanías caseras quedaron en el olvido porque es más práctico y más factible ir a la tienda a comprar algo. No conozco a nadie de mi edad que se dedique a tejer una bufanda o un jersey para su amado. De hecho, no conozco a nadie de mi edad que sepa tejer. El único alivio que me queda es la capacidad de algunos de organizar cenas en casa. No cuentan llamadas a pizzerías ni restaurantes chinos.

Si, por otra parte, tienes un amor consolidado, anodino tal vez, entonces estas fiestas las aprovechas para recordar a tu pareja que la sigues queriendo. También puede ser que aproveches para engañar a tu pareja fingiendo que la sigues queriendo. Un porcentaje las celebra porque se perciben como algo obligatorio, merecedor de un gesto desaprobatorio si caes en el error de no rescatarlas del olvido. Para que esto no pase, la sociedad echa un cable a aquellos despitados que viven en la monotonía emocional. Señales admonitorias de que el gran día se acerca. Preparen su corazón y sus bolsillos. En primer lugar, un alud de anuncios televisivos y callejeros golpean todos tus sentidos: visual (es imposible no ver los miles de anuncios que surgen por todas partes como setas en otoño), auditivo (el tema da para mucho ya que no sólo oyes anuncios sino que puedes escuchar a la gente parlotear sin cesar sobre las maquinaciones que están tramando para sorprender, agradar y demás a su pareja), olfativo (en estas fechas aparece una nueva tribu urbana. Son unos seres peligrosos que viven y se reproducen en los grandes supermercados y que tienen la irritante costumbre de rociarte con los efluvios que traen con ellos con el firme propósito de engatusarte para que accedas a comprarles uno de sus frascos), gustativo (explosión demográfica de los familiares elaborados del cacao y nacimiento de una nueva especie, la rosa de gominola para los paladares más golosos) y por supuesto el táctil (peluches, peluches y... sí, creo que peluches). En segundo lugar, la calle se engalana con miles de puestos ambulantes que ofrecen sus productos a cualquier transeúnte que por algún motivo desconocido (tal vez vuelva de un viaje por otra dimensión, o haya estado en interfase) no haya observado ninguno de los signos del punto anterior. Así que uno se encuentra que cada pocos pasos disfruta de todo un surtido y variedad de rosas, libros y otros objetos (porque hay que ir innovándose) al alcance de un bolsillo que cada vez ha de demostrar más solvencia. También se pueden observar por la calle unos transportes públicos de lo más engalanados: los autobuses son disfrazados cual toro de miura con banderines incluidos. Lo malo de esta medida para recordar a los peatones que estamos ante un día festivo, es que la mayoría de ellos se quedan mirando pasmados esas banderillas con la confusión pintada en sus rostros... qué fiesta debe ser hoy, es la incógnita que uno puede leer en sus ojos. Y si a pesar de todos los puntos anteriores uno de olvida o se despista, siempre puede recurrir al tan manido "es que yo estas fiestas comerciales no las celebro, yo a mi pareja le hago regalos cuando me lo parece" que queda muy cool, muy anticonsumista y te deja con la sensación en la boca de que esa es toda una detallista. Aunque normalmente se trata de personas de apariencias falsas, que no han tenido en su vida la intención de brindar a la persona amada un regalo de índole afectuosa. Y me parece muy bien. Hay que reconocer la virtud de apreciar lo que uno tiene sin interrupciones materiales, exceptuando, claro está, el caso de los tacaños acérrimos.


Pero ¿qué pasa con aquellos que no disponen de una pareja a la que regalar o que le regalen? En verdad, ellos son los que se merecerían un día para festejar. Ser soltero, o single como les gusta llamarse a sí mismos a algunos miembros snobs de la comunidad, en una sociedad que aboga por la reproducción filial a toda costa, es toda una proeza. Proeza porque cuesta mantener tu identidad sin ganarse alguna que otra mirada acusatoria y algún apelativo nada cariñoso, siendo egoista el que más gana en porcentajes. Esto es especialmente evidente en el caso de las mujeres que de vez en cuando aún son catalogadas como solteronas frente al tan cosabido soltero de oro. Los solitarios se ven relegados a un rincón en estas festividades. Marginados sociales. Parias del consumismo sentimental. A veces intentan hacer esfuerzos por integrarse con los demás y se compran a sí mismos regalos aludiendo, con razón, que ellos son su propia pareja y se quieren mucho. Yo, sin ir más lejos, llegué a comprarme una rosa y pasearme por el barrio con ella en la mano, en un intento de encajar en una calle donde todas las mujeres llevaban una.

Yo apuesto por la abolición de estas fiestas en pro de otra de reconociento y apoyo a aquellas personas que, por el motivo que sea, no disponen de pareja comercial. Las que tienen una pareja ya tienen bastante motivo de dicha como para que encima se les tenga que recompensar con dos festividades públicas. Siempre quedan los aniversarios!!. Y si el motivo de celebrarlas es que tu pareja no suele ser detallista... no vas a cambiar a esa persona por imposición popular.

Yo este año celebraré San Valentín por varios motivos: porque es el primer año que dispongo de alguien a quien regalar, porque como nunca lo he celebrado estoy deseando sumergirme en el fervor del consumismo capitalista y porque me da la gana. Lo que haga o deje de hacer el resto de mi vida es una incógnita pero siempre apostaré por una fiesta popular para agasajar a los solteros, a los viudos y a la gente con el corazón roto.

jueves, 5 de febrero de 2009

ROTURA


Hay veces en que por más que intentemos hacer las cosas de una determinada manera, estas se estiran, se retuercen y se acaban volviendo contra ti. Da lo mismo lo mucho que te esfuerces, intentes, patalees y te enfades. No hay nada que hacer. Son los aspectos más brutales de una vida que a veces se empeña en intentar destruir el núcleo de tu esencia misma. Esa esencia, parte intrínseca de uno mismo. Esa esencia que algunos llaman personalidad.

Coelho, ya reflexionó en uno de sus libros, sobre esta esencia nuestra. ¿Somos buenos o malos? Y en caso de que seamos una u otra cosa, ¿es la vida capaz de modificar, de destruir esta esencia nuestra? Es posible, de hecho pienso que es lo más plausible, que todos tengamos en nosotros ambas posibilidades de esta esencia. Somos buenos y somos malos a la vez. En proporciones desiguales. La parte mala, normalmente se haya enterrada bajo el peso de la educación recibida, especialmente si esta está teñida con tintes católicos. Está sepultada bajo un alud de convenciones, normas y protocolos sociales. Estas partes hermanadas dentro de una misma mente viven en constante tensión. Solemos reprimir una, y nos dedicamos a vivir la otra. A nadie le gusta pensar que uno mismo es malo, o tiene el potencial necesario para serlo. Así que, en términos generales, solemos vivir siendo esencialmente buenos. Y eso está bien.

¿Pero qué pasa cuando las circunstancias que nos rodean se vuelven en contra nuestra? Cuando por más que nos esforcemos, luchemos, todo nos sale del revés. Es entonces cuando esta proporción que hasta entonces ha estado más o menos estable, empieza a sufrir un cambio. Cambia la proporción, cambiamos nosotros. Esa esencia buena empequeñece, se agrieta y cede frente a su némesis malvada. Es un punto crítico para el ser. Es el momento álgido de la lucha de uno mismo contra las vicisitudes de la vida.

Y es que puede ser muy duro intentar no renunciar a la manera de ser uno mismo cuando nos enfrentamos a una vida que se empeña en demostrarnos que precisamente, esa manera de ser nuestra, está basada en conceptos erróneos. A ver quién no ha pensado alguna vez que si no fuéramos tan buenos las cosas nos irían mejor. O que siempre triunfan donde nosotros fracasamos, personas con menos escrúpulos. Pero si cedemos ante las adversidades, si cejamos en nuestro empeño de mantenernos fieles a nuestra manera de ser, nos perdemos a nosotros mismos. Es cuando la vida gana. El final de la película en el que el malo resulta vencedor. Nos perdemos a nosotros mismos, y perdemos una parte de nosotros que compartimos con los que nos rodean. Y no es una parte que se recupere. No se puede dar marcha atrás. Si pierdes, si te fallas a ti mismo, si renuncias aunque sea brevemente a tu esencia, quedará como una mácula en tu alma esa equivocación. Caemos en la tentación, y ya no nos liberamos, amén.

El problema estriba en si somos lo suficientemente fuertes para limitarnos a seguir siendo quién somos, cuando las circunstancias se empeñan en cambiarnos. Porque cuando el dolor nos rodea, y la decepción nos embarga, es muy difícl mantenerse estoicos en nuestros puestos. Cuesta mucho la verdad. Yo estuve fantaseando con ideas extravagantes de venganza cuando empecé a escribir este blog. Nunca las llevé a cabo. Pero podría haberlo hecho. Todos podemos ceder ante esta parte malvada que clama el protagonismo que tantas veces se le ha negado. Tuve suerte y resistí. Y me siento orgullosa de no haberme perdido. Perderse tiene como consecuencia la decepción. La de los que te rodean. Pero la peor, la que te infringes a ti mismo.
Hasta qué punto estamos dispuestos a llegar para seguir plantando cara a la vida es un misterio, hasta para los protagonistas de la historia. ¿Somos capaces de vender una parte nuestra, para tener la sensación de victoria? ¿Nos podemos considerar vencedores si no cambiamos y seguimos permitiendo que las cosas sigan iguales?
Son cuestiones que no tienen una respuesta fácil. Depende de tu fortaleza, de a qué te enfrentas, de los apoyos que cuentas, de la integridad que mantengas... Todos estamos andando siempre en la cuerda floja. La cuestión radica en cuánto podemos avanzar sin perder el equilibrio.