viernes, 31 de octubre de 2008

HALLOWEEN


Y un año más nos encontramos en la fiesta ahora conocida como Halloween, antaño la famosa y, tristemente cada vez más olvidada, Castañada.



Recuerdo cuando era pequeña y las castañas cobraban en octubre una especial importancia. Y no sólo las castañas, sinó también los boniatos y, por supuesto, los panellets. Hagamos un ejercicio cerebral y ejercitemos nuestra memoria de largo plazo. Recuperemos recuerdos de nuestra infancia, donde disfrazarse de monstruos y brujas era propiedad del carnaval de febrero. Pensad... Por aquel entonces, en Semana Santa no hacía mucho calor, y en octubre hacía un frío que pelaba (bueno, parece que este año también, pero desde hace unos cuantos, el abrigo veía la luz invernal sobre noviembre). Salíamos del colegio en estampida y con la mirada buscábamos a nuestras madres, abuelas o canguros, para asegurarnos que estaban donde debían estar, o sea, esperándonos, para luego salir en estampida en pos de nuestros amigos y seguir jugando al pilla-pilla o lo que fuera. Después de un rato, los padres o sucedáneos, nos conseguían atrapar y, después de darnos el bocadillo de la merienda (recuerdo con especial cariño ese bocata de nocilla), emprendiamos rumbo a casa. A hacer deberes y, si teniamos suerte y eramos diligentes, a ver un poco la TV, porque no había Playstation ni Gameboys ni nada que implicara tecnología punta y ausencia total de fantasía e imaginación.


El camino a casa se hacía corto. Parloteábamos sin cesar sobre las actividades escolares y los sucesos acontecidos en el colegio. Lo malo que era el profesor (porque cuando éramos pequeños sólo teníamos uno que impartía todas las asignaturas), los enfados infantiles a la hora del patio,... esas cosas nimias que tanto llenaban nuestra vida. Y, a mitad de camino, nos empezaba a llegar el maravilloso olor de las castañas asadas. Ese olor se te metía en la mirada, que se tornaba implorante y se dirigía a tu madre, ocultando entre las pestañas, ese brillo malicioso que nos da la esperanza.


La castañera de mi barrio parecía extraída de un libro de cuentos infantiles. Era una vieja arrugada como una pasa, que se parapetaba tras el hornillo donde se cocían las castañas y boniatos. Y mientras éstas se asaban, ella iba haciendo calceta, parando de vez en cuando para removerlas y dar la vuelta a los boniatos. Las chispas que desprendía tal maniobra, me fascinaban sobremanera. Iba esta mujer añosa vestida de negro riguroso, excepto un delantal a cuadros grises que había conocido tiempos mejores. Y lavados mejores también. Y, como colofón final, un pañuelo negro atado a la cabeza. Cuando le pedías un cucurucho de castañas (creo recordar que valía cien pesetas, pero a lo mejor me lo estoy inventando), te miraba con aire de resignación, dejaba la labor a un lado, y trabajosamente se ponía en pie, cogía una hoja de un periódico y con unos dedos sorprendentemente ágiles a pesar de la artrosis evidente, la enrollaba en forma de cono y procedía a llenarla de castañas. Con una espumadera negra por el calor del fuego, removía esas sabrosas castañas unos instantes antes de sacarlas y ponerlas directamente en el cucurucho de papel. Es extraño, pero no recuerdo comprar boniatos ni una sola vez. Sólo castañas.

Ir comiendo castañas del colegio hasta casa era toda una aventura. Para empezar, hacía mucho frío, y eso suponía todo un despliegue logístico-ropero por parte de nuestros padres. Bufanda triplemente enrollada. Si teniamos guantes podíamos considerarnos afortunados, porque intentar comerse las castañas llevando manoplas era toda una odisea. Y luego, esa especie de pasamontañas, que se empeñaban en ponernos y que hacía que pareciésemos terroristas en miniatura. Por no hablar de las capas de chaquetas, rebecas, jerseys y abrigos que nos ponían y que hacían que no pudiéramos acercar los brazos al cuerpo. Todas estas prendas suponían un serio inconveniente a la hora de realizar la complicada tarea de pelar castañas. Porque nuestras madres nos pelaban una o dos, pero luego insistían en que lo hicieras tú mismo (no reparaban en que la mayoría de veces llevábamos manoplas y esa actividad nos resultaba básicamente imposible).

De todos modos, todo eso parece que se está perdiendo. Casi no se ven kioscos de castañas. A penas unos cuantos desperdigados por toda la ciudad. Y de ellos, un número mínimo dispone de una castañera de cuento de hadas. Ya no disfrutamos de aquella sensación de calor deslizándose por nuestros dedos enguantados, al sostener el cucurucho de castañas recién recogidas del fuego. Los octubre ya no son fríos, sino tibios. Las castañas se cambian poco a poco por calabazas de sonrisa tétrica.

Pero yo, mis recuerdos, no los cambio por nada. Los extraigo del baúl donde los he metido y los saboreo, a veces con la creciente impaciencia con la que saboreaba aquellas castañas vespertinas.

sábado, 25 de octubre de 2008

TEATRO


Desde pequeña siempre he sido una farandulera. Supongo que se debe al hecho de haber sido hija única hasta los 7 años de edad, momento en el que mi hermana decidió hacer acto de presencia en mi vida. Al no tener hermanos con los que jugar, y unos padres ocupados (como todos), desarrollé una imaginación tremebunda para que me hiciera compañía y desterrara el aburrimiento de mi vida. Jugaba sobretodo a interpretar series de TV que estaban de actualidad en ese momento con la inestimable ayuda de mis muñecas Barbie. Yo hacía todas las voces de la escena y, que para eso era la directora artística, me quedaba con el mejor papel.


En el colegio, este juego de simulacro televisivo, se repetía con frecuencia a la hora del patio. Si no teniamos series, siempre me pedían que me inventara una. Debido a mi altura, jamás me dieron un papel relevante. De hecho, ni siquiera me daban uno femenino. Siempre me tocaba hacer de hombre (bueno, hay que decir, que era un colegio de monjas y no había admisión para ningún santo varón de los alrededores). Si interpretábamos "V", me tocaba hacer de Mike Donovan; si estábamos enfrascadas con "Dragones y mazmorras", indudablemente era el arquero, aunque, todo hay que decirlo, una vez me dejaron hacer de unicornio (por aquello de variar de registro).


A mediados de EGB, cambié de colegio y fui a parar a uno mixto. Mi madre decidió entonces apuntarme a teatro. Era un grupo enteramente femenino, pero la profesora, una chica lista, nos buscó una obra con todos los personajes del mismo género. Fue la primera vez que interpreté a una mujer (exceptuando, claro está, las representaciones que hacía en casa. Pero allí nadie me veía, así que no cuenta). Me encantó la experiencia.


Luego llegó el turno de BUP, y la edad del pavo, que me convirtió de una chica relativamente extrovertida, en una adolescente atrincherada ante un muro de timidez. Cuando solicitaron gente para el grupo del teatro, no me lo pensé dos veces y me apunté. Había leido en no se qué catálogo psicológico ( está claro que hablo de la Superpop), que para vencer la timidez, iba bien hacer teatro. Lástima que no pudiera interpretar a nadie hasta.... ummmm déjame contar... ostras!!! pues cuatro años después de entrar en el GTR. Pero en ese tiempo, aprendí un papel que creo que me ha servido durante muchos años de mi vida: el de ameba. Yo era la chica ameba, o sea, la chica "bulto", la que sirve para rellenar diferentes huecos. Y siempre detrás de todos, que soy tan alta que destaco demasiado si estoy en primera fila y dejo al resto de mis compañeros como unos enanos. A los 4 años de estar apuntada al teatro (sinceramente, creo que fueron más, pero me da miedo ponerme a contarlos, no sea que me frustre aún más de lo que lo estoy), recayó sobre mí el papel secundario en una obra que cambió mi vida en muchos sentidos y para siempre. Era el papel de loca, que en el fondo, y dentro de su aparente locura, tiene la razón absoluta. Como era un personaje de mente inquieta, no tenía un "partenaire" escénico, de manera que por primera vez no quedaba mal en escena. Y por tanto pude actuar. Y cantar, aunque ese trauma y sus consecuencias, da por si mismo para otra entrada. Después de esta actuación, la gente que se dedicaba a organizar este tipo de eventos, pensó que no lo hacía tan mal. Y descubrieron que este tipo de papel, es decir, el de soltera teatrera, era el ideal para mí. Y ahí me quedé encasillada. Sólo tenía papeles de loca o de ligera de cascos. Una vez se me ocurrió la descabellada idea de pedir otro tipo de papel. La respuesta fue contundente: eres demasiado alta y un chico bajo a tu lado queda muy mal en el escenario. Ni que fuera culpa mía que la gente no tomara el suficiente cola-cao cuando eran pequeños.

Algún tiempo después, el desamor, los papeles secundarios indefinidos y la falta de perspectivas (y de tiempo) hicieron que me fuera del teatro. Para siempre. Bueno, hay que decir, que una vez me llamaron, pero para ofrecerme un papel minúsculo de secretaria. Me permití el lujo de decir que no aceptaba un papel que tuviera menos de 7 frases en el guión. Así soy yo, toda una diva en potencia.

Siempre me ha quedado el antojo de tener un gran papel. Me hubiera encantado hacer un papel de mala malísima. De esos que en cuanto sales a escena, la gente te abuchea indignada ante tu perfidia. O también me hubiera gustado un papel de buena buenísima. Con su historia de amor y esas cosas, porque nunca me han besado en un escenario, y mira tú, es algo que me gustaría hacer. Pero la mayoría de los sueños van a parar al cajón desastre de la decepción, listos para ser rescatados por aquellas cosas de la vida que la gente llama casualidades.

Mamá, yo quiero ser artista!!!!

viernes, 24 de octubre de 2008

POESÍA


Siempre quise escribir poesía. Lamentablemente no se hacer rimas más allá del corazón-bombón. Tampoco soy capaz de ponerme a contar las sílabas que contiene cada verso, y mucho menos soy capaz de sumar líneas y estrofas que me permitan discernir entre un soneto, una oda o un clarinete. Alguien me dijo que existía una modalidad llamada relato poético, pero sinceramente, me da palo ponerme a averiguar qué es eso. Un relato que rima? Un poema relatado a modo de historia?.
Lo que yo quiero es ser capaz de hacer versos, que tengan una rima decente y que la gente, cuando los lea, se asombre de mi capacidad inherente para expresar sentimientos. Pero soy nefasta en eso. Jamás he conseguido nada mínimamente leible. Además, tengo la extraña costumbre de esconderlo todo en complicadas metáforas que sólo yo puedo entender. De manera que acabo escribiendo unos bodrios pseudopoéticos ininteligibles para todos, excepto para mí. Supongo que esa no es la finalidad de una poesía.
Una poesía es como una especie de canto a algo. Al amor, a la belleza, a la vida campestre (no se llamaba eso poesía pastoril? tendría que haber prestado más atención a las clases de lengua de EGB). Pero cantar, tampoco es precisamente ninguno de mis talentos. De hecho, cantar en mi caso es una maldición. Y eso lo puede asegurar cualquiera que me haya oido entonar más de dos notas seguidas. Eso, si lo consigo. De hecho, hay una recogida de firmas que piden que se considere por el magistrado, el considerar mis cantos de sirena como arma blanca. O al menos, ofensiva. Alguno incluso insiste en que se considere como intento frustrado de homicidio auditivo.
Y si empiezo a divagar ( que ese sí que es uno de mis talentos), me da por pensar que tal vez, el hecho de que no sepa cantar puede influir de alguna extraña manera en el hecho que no sepa rimar ni componer poesía. Imaginaos que juventud la mía. Si me enamoraba, era incapaz de componer versos azucarados sobre el amor, o sobre la persona que se había convertido en depositaria de mis anhelos hormonales. Y si me desenamoraba, destrozaba las canciones de Laura Pausini, hasta que los vecinos alarmados porque creían que estaban sonando las trompetas de Jericó, alertaban a la policía. Y eso que aún no había pasado de la primera canción. Menos mal que no me daba por Mariah Carey, porque entonces seguro que me hubieran detenido....
Pero al menos escribo. Podría componer una enciclopedia sobre el amor, el desamor, y los diferentes estados catatónicos en los que te sumerges cuando estás en ese estado febril que algunos se empeñan en llamar enamoramiento. Escribo sobre mis amigos. Y sobretodo escribo sobre aquello sobre lo que divago. No conseguiré jamás que rime, o que pueda ser poético. Jamás conseguiré componer un soneto. Y mucho menos un verso alejandrino. Ni siquiera uno moniquino. Pero mientras tenga algo que decir, escribiré sobre mi vida y sus alrededores.

miércoles, 22 de octubre de 2008

UN CUENTO 2


Emprendí mi viaje en busca del ladrón que me había robado la felicidad a bordo de una balsa. Cuando llevaba varios días navegando por el ancho mar, observé con creciente inquietud, que los zapatos que llevaba se estaban estropeando. Podía ver la punta de mi dedo gordo asomando por un incipiente agujero en la punta del zapato derecho (porque siempre los agujeros aparecen en la parte derecha, eso lo sabe todo el mundo). Como me daba miedo que alguna almeja tomara aquella parte de mi cuerpo por una nueva morada, decidí acercarme hasta un enorme islote que divisé a mi izquierda. Era un islote enorme, con aspecto seguro, y a través del catalejo que me había regalado una enorme gaviota que volaba sin rumbo fijo, divisé varios restaurantes y tiendas diversas.

Dejé mi balsa en el enorme y bullicioso puerto y me encaminé hacia lo que parecía ser la zona comercial. En la segunda zapatería que visité, encontré aquello que buscaba. Eran unos zapatos hermosos, hechos con piel de serpiente marina y estrellas fugaces. Los quiero, los quiero, los quiero. Entré en la tienda con el corazón desbocado por la emoción de poder poseer semejantes zapatos. No podía creer que tuviera tanta suerte. Con unos zapatos así, estaba segura que encontraría a aquel maldito ladrón.

Pero, ay ilusa de mí. No tenían mi número y no podían conseguirlo. El tendero me explicó que eran unos zapatos muy especiales, y que una chica muy parecida a mí, se había llevado el número que necesitaba, tiempo atrás. Antes de que la bruja llorona inundara la tierra y creara los mares. (Vaya, ahora resultaba que era una bruja llorona...). Como soy muy cabezota, decidí esperar un tiempo por si traían otros zapatos iguales con mi número. Cada día iba a la zapatería y preguntaba. Cada día recibía la misma respuesta negativa.

Triste y derrotada decidí sentarme en la playa y no moverme de allí, hasta conseguir los dichosos zapatos. Pasó el tiempo, y yo seguía allí sentada. Pasé tanto tiempo sentada, que el mar me cubrió de sal y me convertí en una estatua. Hasta el corazón me latía despacio, porque no podía dilatarse ni contraerse de tanta sal que había. Además, cada vez que me hacía una herida, ésta escocía como si me clavaran mil agujas. Ya no recordaba para qué había ido a aquel islote a buscar unos zapatos.

Un día, mucho tiempo después de convertirme en una estatua de sal, cayó una tormenta terrible. Nunca se había visto nada igual. El cielo se tornó tan negro, que no se podían distinguir el día de la noche. Los rayos competían con las rutilantes estrellas por ver quién iluminaba más. Hubieron tantos rayos una noche que la gente pensó que ya se había hecho de día y salió a trabajar a las tres de la mañana con los pelos de punta por culpa de la electricidad estática. Y cómo llovió. Todos pensaban que había llegado la hora del quinto diluvio, y empezaron a construir barcos y a meter a todo tipo de animal que encontraban despistado en él. Tanto llovió, que la sal que me cubría empezó a deshacerse, y por primera vez en mucho tiempo pude abrir los ojos. Tenía sed, mucha sed. Tanta sal me había dejado seca. Así que mirando hacia el cielo, abrí la boca y me bebí de un solo trago toda el agua de lluvia que caía.

La gente del islote, celebró una fiesta en mi honor porque, según ellos, les había salvado de una inundación segura.

Pero seguía con el problema de los zapatos. Era consciente que no podía demorar más mi viaje, así que, poco a poco, empecé a visitar otras zapaterías y a probarme muchos zapatos. El problema era que ninguno conseguía llamarme la atención, y los que sí lo hacían, me llenaban los pies de heridas. Cuando casi me daba por vencida, observé con atención el escaparate de una zapatería en la que apenas había reparado. Algo brillaba en su interior y, muerta de curiosidad entré para ver qué era aquello que había llamado mi atención. Eran unos zapatos magníficos, hechos con plumas de ave fénix, que les hacía brillar como el fuego en invierno. Estos hacían palidecer a los anteriores. Temerosa de continuar con mi mala suerte, pregunté si tenían mi número. Casi me da un patatús cuando me dijeron que sí. Y cuando me los probé, comprobé extasiada, que se ajustaban perfectamente a mis pies. Eran los zapatos que llevaba tanto tiempo buscando. Los zapatos perfectos para ir en busca del ladrón de felicidad.

Así que, más contenta que unas castañuelas, regresé a mi balsa y reemprendí mi viaje hacia el horizonte del norte. Y mientras la balsa se deslizaba veloz entre las olas, no podía evitar mirar continuamente los hermosos zapatos que lucía en mis pies.

Continuará....