miércoles, 22 de octubre de 2008

UN CUENTO 2


Emprendí mi viaje en busca del ladrón que me había robado la felicidad a bordo de una balsa. Cuando llevaba varios días navegando por el ancho mar, observé con creciente inquietud, que los zapatos que llevaba se estaban estropeando. Podía ver la punta de mi dedo gordo asomando por un incipiente agujero en la punta del zapato derecho (porque siempre los agujeros aparecen en la parte derecha, eso lo sabe todo el mundo). Como me daba miedo que alguna almeja tomara aquella parte de mi cuerpo por una nueva morada, decidí acercarme hasta un enorme islote que divisé a mi izquierda. Era un islote enorme, con aspecto seguro, y a través del catalejo que me había regalado una enorme gaviota que volaba sin rumbo fijo, divisé varios restaurantes y tiendas diversas.

Dejé mi balsa en el enorme y bullicioso puerto y me encaminé hacia lo que parecía ser la zona comercial. En la segunda zapatería que visité, encontré aquello que buscaba. Eran unos zapatos hermosos, hechos con piel de serpiente marina y estrellas fugaces. Los quiero, los quiero, los quiero. Entré en la tienda con el corazón desbocado por la emoción de poder poseer semejantes zapatos. No podía creer que tuviera tanta suerte. Con unos zapatos así, estaba segura que encontraría a aquel maldito ladrón.

Pero, ay ilusa de mí. No tenían mi número y no podían conseguirlo. El tendero me explicó que eran unos zapatos muy especiales, y que una chica muy parecida a mí, se había llevado el número que necesitaba, tiempo atrás. Antes de que la bruja llorona inundara la tierra y creara los mares. (Vaya, ahora resultaba que era una bruja llorona...). Como soy muy cabezota, decidí esperar un tiempo por si traían otros zapatos iguales con mi número. Cada día iba a la zapatería y preguntaba. Cada día recibía la misma respuesta negativa.

Triste y derrotada decidí sentarme en la playa y no moverme de allí, hasta conseguir los dichosos zapatos. Pasó el tiempo, y yo seguía allí sentada. Pasé tanto tiempo sentada, que el mar me cubrió de sal y me convertí en una estatua. Hasta el corazón me latía despacio, porque no podía dilatarse ni contraerse de tanta sal que había. Además, cada vez que me hacía una herida, ésta escocía como si me clavaran mil agujas. Ya no recordaba para qué había ido a aquel islote a buscar unos zapatos.

Un día, mucho tiempo después de convertirme en una estatua de sal, cayó una tormenta terrible. Nunca se había visto nada igual. El cielo se tornó tan negro, que no se podían distinguir el día de la noche. Los rayos competían con las rutilantes estrellas por ver quién iluminaba más. Hubieron tantos rayos una noche que la gente pensó que ya se había hecho de día y salió a trabajar a las tres de la mañana con los pelos de punta por culpa de la electricidad estática. Y cómo llovió. Todos pensaban que había llegado la hora del quinto diluvio, y empezaron a construir barcos y a meter a todo tipo de animal que encontraban despistado en él. Tanto llovió, que la sal que me cubría empezó a deshacerse, y por primera vez en mucho tiempo pude abrir los ojos. Tenía sed, mucha sed. Tanta sal me había dejado seca. Así que mirando hacia el cielo, abrí la boca y me bebí de un solo trago toda el agua de lluvia que caía.

La gente del islote, celebró una fiesta en mi honor porque, según ellos, les había salvado de una inundación segura.

Pero seguía con el problema de los zapatos. Era consciente que no podía demorar más mi viaje, así que, poco a poco, empecé a visitar otras zapaterías y a probarme muchos zapatos. El problema era que ninguno conseguía llamarme la atención, y los que sí lo hacían, me llenaban los pies de heridas. Cuando casi me daba por vencida, observé con atención el escaparate de una zapatería en la que apenas había reparado. Algo brillaba en su interior y, muerta de curiosidad entré para ver qué era aquello que había llamado mi atención. Eran unos zapatos magníficos, hechos con plumas de ave fénix, que les hacía brillar como el fuego en invierno. Estos hacían palidecer a los anteriores. Temerosa de continuar con mi mala suerte, pregunté si tenían mi número. Casi me da un patatús cuando me dijeron que sí. Y cuando me los probé, comprobé extasiada, que se ajustaban perfectamente a mis pies. Eran los zapatos que llevaba tanto tiempo buscando. Los zapatos perfectos para ir en busca del ladrón de felicidad.

Así que, más contenta que unas castañuelas, regresé a mi balsa y reemprendí mi viaje hacia el horizonte del norte. Y mientras la balsa se deslizaba veloz entre las olas, no podía evitar mirar continuamente los hermosos zapatos que lucía en mis pies.

Continuará....

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