sábado, 14 de febrero de 2009

EL DOLOR DEL RECUERDO


Ayer estuve hablando de los motivos que me condujeron a crear este blog. Hay algunos instantes de tu vida que deben permanecer enterrados. Para siempre. Abrir el baúl de los recuerdos, en algunas ocasiones, puede llevarte a un estado regresivo previo si no estás lo suficientemente preparado para afrontar el recuerdo de un dolor que, en su día, fue lacerante y devastador.



Yo, que tengo en ocasiones una tendencia claramente masoquista, sé muy bien que hay sufrimientos que no merece la pena revivir, porque llevar a cabo esta especie de resurrección, a veces conlleva no sólo volver a sufrir de nuevo todo el conflicto, sino el temible inconveniente de levantar a los viejos fantasmas de las tumbas donde los enterrastes. Esto lo sé por experiencia propia, porque hubo un tiempo en que la vida carecía de sentido, y hallaba consuelo, de un modo absurdo, en el hecho de exponerme una y otra vez, en una vorágine secuencial y sempiterna, a los recuerdos de las heridas que me habían inflingido. Nunca he sido una persona especialmente fuerte ni valiente, aunque la gente se obceque en opinar lo contrario. De manera que ,mientras me dedicaba a rememorar esos recuerdos tan desagradables una y otra vez, en una búsqueda absurda de algún sentido espiritual a lo que aferrarme en medio del caos vacío en el que sentía que me hallaba metida, los fantasmas de los miedos se levantaron y avanzaron hacia mi. En fin, fue una época muy mala en la que intenté reencontrarme y volver a levantarme lo suficientemente intacta como para observar el estropicio e intentar arreglar aquel embrollo gentileza de cierta casa victoriana. Como de lo malo todo se aprende, di la lección por aprendida: no volver a recordar momentos sumamente dolorosos mientras no me halle en una disposición de ánimo que augure fortaleza interior y cualquier otra pamplinada espiritual.



El problema a veces reside en dilucidar cuando uno está fuerte de cuando uno cree estarlo. A veces caemos en el tópico y típico error de autoengañarnos y pensar que tenemos todo solucionado. Porque a veces necesitamos creer que somos más fuertes de lo que en realidad somos para que, en una parábola emocional un tanto grotesca, acabemos siéndolo realmente. Somos un poco el Narciso de nuestra propia templanza y fortaleza. Otras veces nos despista la máscara que nos ponemos para evitar preocupaciones fútiles a los demás. Las repeticiones sobre un estado de salud mental óptimo recaen una y otra vez sobre tus oidos que, al final, confusos, no saben distinguir entre la mentira que sale de tu boca y la esperanza de una realidad poco probable. Esta lluvia de mentiras disfrazadas de verdades futuras acaba anegándolo todo, cayendo en la trampa de creerte tu misma esas mismas falsedades antes del tiempo determinado para que dejen de ser un espejismo. Todos estos falsos iconos sobre nosotros mismos y nuestro afán de superación, caen aplastados bajo el peso irremediable de un dolor que seguía estando ahí. Agazapado. Esperando el momento oportuno en el que tú bajaras las barreras que con tanto esfuerzo creías haber izado para defenderte de su ataque furtivo.


El ser humano puede pecar a veces de ser sensible y débil. Nos creemos poseedores de una fortaleza que insiste en escurrirse sinuosa entre nuestros dedos inexpertos. Pensamos, en nuestra ignorancia, que nuestra moral se erigirá frente a nosotros a modo de escudo protector sin entender que el dolor no entiende de verdades. Y menos de justicia. Los recuerdos dolorosos tienen la molestia de volverse perennes en nuestra memoria. Nuestra meta o aspiración es intentar ser lo suficientemente capaces de llegar a vivirlos de nuevo sin que su intensidad nos afecte. El tiempo es un atenuante magnífico.

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