martes, 21 de julio de 2009

CREIA


Creía que te conocía más que a mi misma, y me equivoqué. Tú creías que me conocías mejor de lo que yo me conocía , y probablemente tuvieras razón. Los errores se pagan caro en la vida. El tuyo lo pagué con creces.

Pero el tiempo es un maestro paciente y riguroso. Inflexible. Te muestra los sueños de plástico en los que te envuelves imaginando un futuro que amortigüe la rigurosidad de cada día. Ahora ya he dejado atrás ese creía. Porque ahora sé. Conozco. Y no me dejo engañar por tus absurdas máscaras de tipo encantador con las que te disfrazas cuando hay otros por medio. Camaleón de lo social. No me engañas porque me destruiste y la que se levantó en mi lugar es otra persona. Rescaté mi mente a golpe de mandalas emocionales. Recuperé mi cordura. Me deshice de las telarañas que anidaban en mis ojos y no me dejaban ver la realidad que había más allá del espejo utópico en el que estaba atrapada.

En el dolor aprendí a conocerte. En palabras ajenas aprendí a valorar lo que escondías. Ya no tienes el poder de zarandear mi alma a golpe de corazón roto. El púgil ha de buscarse otros adversarios que lo ayuden a mejorar.

Sobreviví al destructor que emergió del abismo que abrí cuando quise ver qué había más allá. El ansia de conocimiento a veces tiene su contrapartida. Saber es poder y, aunque la mayoría de veces me gustaría seguir viviendo en la insulsa inopia, era necesario que aprendiera.
La comprensión de la realidad a veces cuesta de aceptar. Integrar, asimilar y volver a empezar. Las imágenes que ideamos son arrastradas por el viento de la vida. Tus palabras se llevaron las mías. Se lo llevaron todo y me dejaron desnuda. Muñeca rota por culpa de interpretaciones erróneas y falsos arrepentimientos.
Me susurraste guapa cuando nadie te oía y me reí. Luego me diste pena. No me engañas. Porque yo creía en ti. Yo, creía.

martes, 9 de junio de 2009

LOS HOMBRES A LOS QUE NUNCA BESÉ


Hace mucho tiempo, un compañero de trabajo me regaló una libreta. Yo trabajaba cuidando a una pareja de ancianos que se dedicaban a ver la tele los fines de semana. Para pasar el rato me dedicaba a divagar bolígrafo en mano. Fue una época bastante prolífica la verdad. Escribía sobre las insulsas tardes que me veía obligada a soportar, sobre cualquier objeto que me llamara la atención en aquel momento, sobre mi compañero de turno, sobre las hilarantes historias que me veía protagonizando a consecuencia de las absurdas situaciones a las que me abocaba la senilidad de la pareja. Escribía en la libreta en la que tenía que anotar tensiones, glicemias y medicación tomada. Siempre iba con el bolso lleno de papelajos que acababa perdiendo. Relatos que acabaron en manos del olvido, o tal vez, la casualidad quiso que se diluyeran en los ojos de algún curioso que un día de viento recogió un papel que volaba sin cesar.

Mi compañero que estaba harto de tanto papelillo suelto aprovechó mi cumpleaños para ir a comprarme una libreta tan sólo para mi uso y disfrute personal. Roja y con espejitos, lo más del momento en el Natura. O eso le dirían, me imagino. La verdad es que por una parte lo agradecí de veras pues la libreta tenía la misma ansia de viajar que yo y me acompañó a diferentes países. Por otra no; el incremento del peso de mi bolso repercutió de manera dolorosa en mis pobres omóplatos.

Libreta en mano, bueno, en bolso, seguí escribiendo absurdidades procreadas a partir de la unión de la tediosidad y la indolencia propias de mi juventud y de un somero aburrimiento. Fue en una de esas tardes interminables cuando tuve una genial idea. Vale, lo que a mí me pareció una genial idea en ese momento. Estaba yo repasando antiguos amores frustrados a los que dedicar una oda, o una elegía, cuando me puse a pensar en todos aquellos chicos a los que siempre quise besar y nunca me atreví a hacerlo. La inocencia, el candor, la timidez, la inconstancia... todas las excusas por las que no había besado a ese chico eran válidas para dar paso a la elaboración de una lista, a la que bauticé con el ingenioso nombre de "La lista de Mónica". La lista fue elaborada en un par de días, cosa que agradecí enormemente, pues estuve la mar de entretenida sumergiéndome en un mar de recuerdos la mayoría de ellos prepúberes. Amores platónicos, amores de sueños, amores no correspondidos, amores castos.... Cuántos besos que no pedí...

Una vez tuve la lista no me sentí del todo satisfecha. ¿Y ahora qué? La inspiración vino a hacerme una visita. ¿Qué tal si te dedicas a ir tachando los nombres de la lista? La idea no me disgustaba en absoluto. Si fuera capaz... Volví a repasar todos los nombres. En la lista había chicos a los que hacía años que no veía. A algunos les había perdido la pista. Pero yo tenía algo en aquel momento. Tenía mucho tiempo muerto y nada mejor que hacer. Decidí hacer de investigadora privada. Buscar uno a uno, a todos los nombres que confeccionaban mi lista y pedirles el beso que nunca me dieron. Quería que algún día, al mirar atrás en el tiempo, pudiera decirme: "no hay ningún chico al que quisiera besar y no lo hiciera. No dejé en ese aspecto nada por hacer". Sí, esa vena utópica, me pierde.

Así que empecé mis investigaciones. Busqué a esos chicos a través del tiempo (bendita internet), a través de contactos, a través de las ideas más descabelladas que se me pudieran ocurrir. Y poco a poco los empecé a ir encontrando. Y poco a poco empecé a ir tachando nombres que aparecían en mi lista. Hasta que un día, paré de golpe.

¿Por qué? Bueno, la respuesta me la dio la persona a la que más me costó encontrar. Mi primer amor, al que no veía desde...bufff mejor ni pensarlo. Yo iba decidida a conseguir el que yo llamaba "el beso de oro al mejor logro personal". El broche final a mi primera de historia de amor. Pensaba que si conseguía ese beso demostraría al mundo entero que en el amor todo es posible, que es cuestión de paciencia. Que el que da recibe. Y un montón de tonterías más. Pero cuando lo tuve frente a mi... simplemente no pude. No quise romper la magia de la incertidumbre que me había acompañado todos esos años. ¿Y si besaba mal? estaría mancillando el recuerdo más hermoso (vale, el más inocente) que había atesorado hasta el momento. Hay cosas que es mejor dejarlas como están. Permitir que las posibilidades que se podían haber abierto permanezcan siempre sin descubrir. Caminos sin recorrer en la senda de la vida. Esos besos hubieran sido los adecuados en el tiempo en que casi fueron pero no llegaron a ser.

Cada beso que conseguía me robaba un poco de la idílica imagen y las trémulas expectativas que me había creado cada tiempo. Me estaba robando a mi misma. Me estaba robando un poco de mí. A mi pasado que confluía incesante hasta mí. A mi presente mancillado por tanta superficialidad enmascarada de heroica gesta.

Así que la lista de Mónica quedó incompleta. Y cada vez que conozco a un chico al que me gustaría besar y no lo hago, sea el motivo que sea, levanto mi copa y brindo por otro nombre más que añadir a mi lista. Porque sin sueños no se establecen metas. Porque sin metas no avanzamos en la vida. Porque sin vida, no hay besos que perder. Besos que vivir.

Brindo con vosotros por cada suspiro que emití por cada beso que no di.

viernes, 6 de marzo de 2009

LA CHICA MARIPOSA QUE VIVÍA SIENDO UNA ORUGA



La chica mariposa, vivía siendo una oruga y sin tener consciencia clara del brillante porvenir que le aguardaba.



Su vida como oruga no le parecía del todo mal. Tampoco conocía otra mejor. Sabía que había en el mundo otros estilos de vida. Algunos le parecían maravillosos. Otros le inspiraban conmiseración por las criaturas que estaban abocadas a vivirlos. Otros le eran totalmente indiferentes. Y otros, simplemente, le eran desconocidos.



La chica mariposa que vivía siendo una oruga era, en términos generales, no infeliz. Tampoco podía decirse que fuera feliz. Se podría decir que simplemente era. Y es normal que simplemente fuese, porque la vida de una oruga no era satisfactoria en demasía. Lo que pasa es que cuando vives del único modo en que crees que es posible hacerlo, sin expectativas, sin sueños, simplemente limitándote a vivir sin complicaciones, jamás puedes alcanzar la verdadera felicidad, porque jamás llegas a conocerte a ti mismo, ni tampoco tus posibilidades. Por lo demás la vida de oruga tampoco es que ofreciera demasiadas expectativas, ni demasiadas aspiraciones. Vivir con tranquilidad es lo que tenía en mente la chica mariposa que vivía siendo una oruga.



La vida de oruga, vista desde fuera, era bastante corriente. Tenía sus rutinas, sus caminos marcados, las flores menos peligrosas, la lluvia, los enemigos naturales, los artificiales,... Vivía constantemente arrastrándose por el suelo, con los peligros que ello conllevaba. Siempre hay alguien dispuesto a pisar a una simple oruga. No sé por qué, pero encuentran un maligno placer en ello. La chica que vivía siendo una oruga, había sido pisoteada ya unas pocas veces y, aunque había salido con vida de aquellos terribles percances, había recibido heridas que afectaban a su arrastrar. También había aprendido lo que era el miedo y la necesidad de auténtica precaución. Por eso, casi siempre caminaba por las sombras y a través de los altos tallos de las plantas, buscando pasar lo más desapercibida posible. Sabía que las corazas de poco servían, pues no habían sido pocos los caracoles y escarabajos que habían caido aplastados bajo sus pies.


Otro inconveniente de vivir siendo una oruga era la incapacidad de observar el cielo. Uno sabía que existía el cielo, esa inmensidad suspendida sobre todos los seres, pero ni por asomo se imaginaba la posibilidad de viajar por él. Además, para poder observarlo en toda su amplitud y permitirse el lujo de soñar, había que trepar a la cima de los árboles o de las flores y eso tenía riesgos. Siempre hay pájaros de ojo avizor, ávidos por degustar un delicioso plato de estofado de insecto. Y las orugas son insectos. Y las orugas no quieren acabar siendo devoradas por ningún famélico plumífero.


La chica mariposa que vivía siendo una oruga no estaba sola. A su alrededor habían muchas otras personas que vivían, al igual que ella, siendo orugas. A algunas de ellas, aunque con el tiempo cada vez menos, las consideraba verdaderas compañeras y pasaban bastante tiempo haciéndose compañía y limitándose a ser. Hasta que al cabo de un tiempo esas compañeras fueron poco a poco retrayéndose y empezaron a desarrollar una costumbre hasta el momento insospechada: empezaron a tejer una colcha blanca. También empezaron a mostrar un comportamiento de lo más extraño: decían que querían ser "algo", que querían evolucionar. Un día, una vez acabadas aquellas colchas extravagantes, dijeron tener mucho frío y mucho sueño y se taparon con ella. Así estuvieron mucho tiempo y la chica que vivía como una oruga empezó a sentirse muy sola. También ella quería evolucionar pero no sabía cómo. Quría preguntar a sus compañeras pero éstas estaban dormidas.


Tiempo después, sus hasta entonces compañeras empezaron a despertar y.. oh! sorpresa! habían realmente cambiado. Ya no parecían en absoluto orugas. Tenían a sus espaldas unas maravillosa alas, de múltiples e irisados colores. Su cuerpo era más esbelto y ya no mostraba el tono verdoso anterior. Eran mariposas y como tales echaron a volar. El viento arrastró el sonido de sus carcajadas de puro gozo al ver que podían volar hasta la figura solitaria de la chica mariposa que vivía siendo una oruga.


Pasó el tiempo y, pese a que sus antiguas compañeras convertidas en mariposa seguían yéndola a visitar de cuando en cuando, las cosas habían cambiado entre ellas. Le hablaban de cielos azules, de vientos que las hacían volar más veloces que una libélula, de sitios nuevos, de nuevos horizontes... La chica que vivía como una oruga asentía de vez en cuando y fingía entender de lo que le hablaban. Pero no entendía nada de nada. Y cada vez se sentía más sola. Y cada vez se convencía más a si misma de lo adecuado que era seguir siendo una oruga.


Hasta el día en que todo cambió. La chica que vivía siendo una oruga llevaba algunos días practicando punto y estaba empezando a tejer una colcha blanca como las de sus compañeras. Pese a que quería convencerse a si misma que ser oruga no estaba del todo mal, últimamente tenía la sensación en el estómago que si sus compañeras habían podido, ella también podía. Era cuestión de práctica. Todo era intentarlo. La razón verdadera era que hacía poco casi la habían aplastado mientras estaba de paseo y esa había sido la gota que había colmado el vaso. Si volaba, se repetía como una oración, nadie la podría volver a aplastar jamás. El problema era que la colcha se le resistía, nunca le quedaba todo lo bien que quería, y ella, intuitivamente, sabía que si no estaba perfecta no iba a servir para nada.


Practicó y practicó todas las noches y todos los días. Lloviera o hiciera viento. Bajo un frío severo o un calor bochornoso. Tejía y tejía. Deshacía y volvía a empezar. Hasta que un día observó maravillada que lo había conseguido. Tenía entre sus manos la más perfecta de las colchas blancas. Y, mientras la observaba maravillada, empezó a sentir mucho frío, y una cosa rara que le presionaba por el pecho y le subía por la garganta y le estiraba de las comisuras de los labios hacia arriba. Se abrigó con la colcha y, por primera vez en su vida de oruga se sintió realizada. Se sintió segura. Se sintió a salvo. Se sintió a si misma por primera vez. Y se durmió satisfecha.


La chica mariposa que vivía siendo una oruga por primera vez tuvo sueños, expectativas. Contempló en su interior las posibilidades que la vida podía ofrecerle y se dió cuenta que podía realizarlas. Lo único que le molestaba un poco era esa sensación del pecho...


Mientras que la chica mariposa que vivía siendo una oruga seguía durmiendo, una idea se abrió camino hasta su cabeza. Eso que sentía....¿podría acaso ser verdad? Pero en su fuero interno era consciente que la respuesta era obvia porque la había sabido desde el principio. Esa sensación era aquello conocido como la felicidad. Y ese tirón de los labios, sin duda era la sonrisa de la que tanto había oido hablar. Y así, con una sonrisa en los labios, y el corazón henchido de felicidad, la chica mariposa que había vivido siendo una oruga, siguió durmiendo....


Shhhh.... dejemos que duerma, dejemos que le crezcan las alas, dejemos que descubra asombrada la capacidad de volar, dejemos que ría, dejemos que sea...

jueves, 26 de febrero de 2009

DESPERTAR


Suena el despertador. Empieza un nuevo día y la pereza me amodorra y me suplica al oido cinco minutos más. El contraste entre el frío del aire que se cuela por los resquicios de un balcón que, solemne e imperturbable espera su jubilación, y el calorcito que desprende el nórdico después de toda una noche de contacto con mi transpiración de ser cálido, hacen que remolonee un rato más.


La luz diurna se va filtrando a través de los cristales del balcón, un tanto sucios por la presencia continua de coches y obras que acaban y vuelven a empezar. Silenciosa cadencia apolínea que hace bailar bajo su influjo a cientos de motas de polvo que giran sin cesar siguiendo un ritmo con forma de tirabuzón. Juego con mis dedos a interrumpir esa danza incesante e imagino una corte palaciega de motas de polvo confusas porque un dedo gigante ha estorbado su vals.

Sé que es hora de levantarse. Hay cosas que hacer. Cosas que esperan su turno para ser atendidas y resueltas. Cosas que irremediablemente se verán pospuestas porque a veces no abarco todas las soluciones. Cosas que siempre reclaman atención, insistentes. Cosas que aparecerán durante el día. Cosas, cosas,... Mientras pienso esto, dejo que la pereza me vuelva a abrazar y me dejo mecer entre sus brazos cargados de promesas algodonosas como nubes. Paraiso de leche y miel para mis sentidos. La casa está vacía y disfruto pensando por un momento que soy la reina de mi tiempo. El silencio es casi palpable. La luz tenue todavía. Y yo sigo adormilada, calentita bajo mis sábanas.

Poco a poco, la obligación avanza hasta mi cama y cogiéndome por los hombros me sacude con fuerza para despertarme. Aunque sigo sus consejos, a veces la encuentro un tanto cansina. En mi fuero interno me encantaría perderla de vista un par o tres de días. Me pregunto cómo sería vivir en la inconsciencia de aquellos capaces de vivir sin ningún tipo de obligación. Pero como no soy así dejo que la acción de levantarse empiece a cobrar forma en mi cerebro y se desplace hasta mis músculos, ladrando órdenes a diestro y siniestro para alejar la modorra, para ahuyentar la pereza que tan amablemente me acunaba. Los músculos responden casi de inmediato. Me estiro, me desperezo, arqueo la espalda, alargo las piernas, los brazos y lanzo un bostezo tipo señorial por donde se escapa resignada mi haraganería.

Me levanto y apoyo los pies descalzos sobre el suelo frío tras caminar por él la gélida noche. Este cambio de temperatura acaba por sacudirme de encima ideas ociosas que revoloteaban por mi mente buscando un hueco donde anidar. El frío me despeja, me da nuevas energías para encaminarme hacia el motor que inicia la actividad, en ocasiones febril, de casi todas mis mañanas: mi querida cafetera. Entre ella y yo establecemos nuestro peculiar ritual matutino cuando le pido mi dosis de cafeína y ella, coqueta, finge no querer darmelo. Tras insistir varias veces, empieza a verter el espeso y humeante líquido negro entre quejidos y chirridos, para recordarme que ya tiene cierta edad. La miro con nostalgia, sabedora que un día no fingirá, que realmente no podrá darme el café y que ese día será la despedida definitiva de mi compañera infatigable de tantos despertares.

Me encamino, café en mano hasta la butaca del salón, sabiamente orientada hacia los grandes ventanales que, ufanos, dejan entrar a raudales la luz y el sonido de la ciudad. Descorro las cortinas y me siento con las piernas recogidas dispuesta a observar como empieza la vida rutinaria en la calle. Veo como gente más remolona que yo empieza su vida laboral con la rapidez de aquellos a los que se les han pegado las sábanas. Veo gente, más madrugadora que yo, que ya lleva rato en plena faena. Los veo alejarse calle abajo con el carrito de la compra aún vacío. En un rato regresarán. Veo gente que, al igual que yo, se dedica a contemplar la vida despertar.

Cuando termino el café, sé que es hora de empezar a trabajar. Lavarse, vestirse, peinarse, irse, comer... La misma rutina de siempre. El mismo ciclo repetitivo que encuentro tan necesario. Pautas diarias que aportan seguridad. Los imprevistos me descolocan y siento que el día ya no marcha igual. Así que, depués de estar lista y aseada salgo por la puerta sin mirar atrás.

Otro día que empieza, otro día por acabar.

sábado, 14 de febrero de 2009

EL DOLOR DEL RECUERDO


Ayer estuve hablando de los motivos que me condujeron a crear este blog. Hay algunos instantes de tu vida que deben permanecer enterrados. Para siempre. Abrir el baúl de los recuerdos, en algunas ocasiones, puede llevarte a un estado regresivo previo si no estás lo suficientemente preparado para afrontar el recuerdo de un dolor que, en su día, fue lacerante y devastador.



Yo, que tengo en ocasiones una tendencia claramente masoquista, sé muy bien que hay sufrimientos que no merece la pena revivir, porque llevar a cabo esta especie de resurrección, a veces conlleva no sólo volver a sufrir de nuevo todo el conflicto, sino el temible inconveniente de levantar a los viejos fantasmas de las tumbas donde los enterrastes. Esto lo sé por experiencia propia, porque hubo un tiempo en que la vida carecía de sentido, y hallaba consuelo, de un modo absurdo, en el hecho de exponerme una y otra vez, en una vorágine secuencial y sempiterna, a los recuerdos de las heridas que me habían inflingido. Nunca he sido una persona especialmente fuerte ni valiente, aunque la gente se obceque en opinar lo contrario. De manera que ,mientras me dedicaba a rememorar esos recuerdos tan desagradables una y otra vez, en una búsqueda absurda de algún sentido espiritual a lo que aferrarme en medio del caos vacío en el que sentía que me hallaba metida, los fantasmas de los miedos se levantaron y avanzaron hacia mi. En fin, fue una época muy mala en la que intenté reencontrarme y volver a levantarme lo suficientemente intacta como para observar el estropicio e intentar arreglar aquel embrollo gentileza de cierta casa victoriana. Como de lo malo todo se aprende, di la lección por aprendida: no volver a recordar momentos sumamente dolorosos mientras no me halle en una disposición de ánimo que augure fortaleza interior y cualquier otra pamplinada espiritual.



El problema a veces reside en dilucidar cuando uno está fuerte de cuando uno cree estarlo. A veces caemos en el tópico y típico error de autoengañarnos y pensar que tenemos todo solucionado. Porque a veces necesitamos creer que somos más fuertes de lo que en realidad somos para que, en una parábola emocional un tanto grotesca, acabemos siéndolo realmente. Somos un poco el Narciso de nuestra propia templanza y fortaleza. Otras veces nos despista la máscara que nos ponemos para evitar preocupaciones fútiles a los demás. Las repeticiones sobre un estado de salud mental óptimo recaen una y otra vez sobre tus oidos que, al final, confusos, no saben distinguir entre la mentira que sale de tu boca y la esperanza de una realidad poco probable. Esta lluvia de mentiras disfrazadas de verdades futuras acaba anegándolo todo, cayendo en la trampa de creerte tu misma esas mismas falsedades antes del tiempo determinado para que dejen de ser un espejismo. Todos estos falsos iconos sobre nosotros mismos y nuestro afán de superación, caen aplastados bajo el peso irremediable de un dolor que seguía estando ahí. Agazapado. Esperando el momento oportuno en el que tú bajaras las barreras que con tanto esfuerzo creías haber izado para defenderte de su ataque furtivo.


El ser humano puede pecar a veces de ser sensible y débil. Nos creemos poseedores de una fortaleza que insiste en escurrirse sinuosa entre nuestros dedos inexpertos. Pensamos, en nuestra ignorancia, que nuestra moral se erigirá frente a nosotros a modo de escudo protector sin entender que el dolor no entiende de verdades. Y menos de justicia. Los recuerdos dolorosos tienen la molestia de volverse perennes en nuestra memoria. Nuestra meta o aspiración es intentar ser lo suficientemente capaces de llegar a vivirlos de nuevo sin que su intensidad nos afecte. El tiempo es un atenuante magnífico.

viernes, 13 de febrero de 2009

SAN VALENTÍN


Mañana es San Valentín. Una fiesta que pienso que es realmente estúpida y discriminatoria y que, absurdamente, estoy deseando celebrar.

San Valentín, junto con Sant Jordi son fiestas populares para celebrar el amor. Ya sé que para Sant Jordi te venden la moto que en realidad es el día del libro y de la rosa, pero todos somos conscientes que el libro se compra para él, y la rosa para ella. Así que nos encontramos en una población que tiene dos fiestas comerciales dedicadas a ensalzar los beneficios del consumismo por amor. Y es en estas fechas cuando me pregunto en mi fuero interno qué demonios tienen que celebrar dos personas que están enamoradas si lo suyo es una celebración constante. Si estás viviendo un amor en su pleno apogeo cada día lo vives como una fiesta. Eso sin contar los motivos reales, imaginarios o imprevisibles que aduces para complacer a tu pareja con un detalle sin importancia. Detalles que suelen ser chucherías varias obtenidas previo pago, por supuesto. Las artesanías caseras quedaron en el olvido porque es más práctico y más factible ir a la tienda a comprar algo. No conozco a nadie de mi edad que se dedique a tejer una bufanda o un jersey para su amado. De hecho, no conozco a nadie de mi edad que sepa tejer. El único alivio que me queda es la capacidad de algunos de organizar cenas en casa. No cuentan llamadas a pizzerías ni restaurantes chinos.

Si, por otra parte, tienes un amor consolidado, anodino tal vez, entonces estas fiestas las aprovechas para recordar a tu pareja que la sigues queriendo. También puede ser que aproveches para engañar a tu pareja fingiendo que la sigues queriendo. Un porcentaje las celebra porque se perciben como algo obligatorio, merecedor de un gesto desaprobatorio si caes en el error de no rescatarlas del olvido. Para que esto no pase, la sociedad echa un cable a aquellos despitados que viven en la monotonía emocional. Señales admonitorias de que el gran día se acerca. Preparen su corazón y sus bolsillos. En primer lugar, un alud de anuncios televisivos y callejeros golpean todos tus sentidos: visual (es imposible no ver los miles de anuncios que surgen por todas partes como setas en otoño), auditivo (el tema da para mucho ya que no sólo oyes anuncios sino que puedes escuchar a la gente parlotear sin cesar sobre las maquinaciones que están tramando para sorprender, agradar y demás a su pareja), olfativo (en estas fechas aparece una nueva tribu urbana. Son unos seres peligrosos que viven y se reproducen en los grandes supermercados y que tienen la irritante costumbre de rociarte con los efluvios que traen con ellos con el firme propósito de engatusarte para que accedas a comprarles uno de sus frascos), gustativo (explosión demográfica de los familiares elaborados del cacao y nacimiento de una nueva especie, la rosa de gominola para los paladares más golosos) y por supuesto el táctil (peluches, peluches y... sí, creo que peluches). En segundo lugar, la calle se engalana con miles de puestos ambulantes que ofrecen sus productos a cualquier transeúnte que por algún motivo desconocido (tal vez vuelva de un viaje por otra dimensión, o haya estado en interfase) no haya observado ninguno de los signos del punto anterior. Así que uno se encuentra que cada pocos pasos disfruta de todo un surtido y variedad de rosas, libros y otros objetos (porque hay que ir innovándose) al alcance de un bolsillo que cada vez ha de demostrar más solvencia. También se pueden observar por la calle unos transportes públicos de lo más engalanados: los autobuses son disfrazados cual toro de miura con banderines incluidos. Lo malo de esta medida para recordar a los peatones que estamos ante un día festivo, es que la mayoría de ellos se quedan mirando pasmados esas banderillas con la confusión pintada en sus rostros... qué fiesta debe ser hoy, es la incógnita que uno puede leer en sus ojos. Y si a pesar de todos los puntos anteriores uno de olvida o se despista, siempre puede recurrir al tan manido "es que yo estas fiestas comerciales no las celebro, yo a mi pareja le hago regalos cuando me lo parece" que queda muy cool, muy anticonsumista y te deja con la sensación en la boca de que esa es toda una detallista. Aunque normalmente se trata de personas de apariencias falsas, que no han tenido en su vida la intención de brindar a la persona amada un regalo de índole afectuosa. Y me parece muy bien. Hay que reconocer la virtud de apreciar lo que uno tiene sin interrupciones materiales, exceptuando, claro está, el caso de los tacaños acérrimos.


Pero ¿qué pasa con aquellos que no disponen de una pareja a la que regalar o que le regalen? En verdad, ellos son los que se merecerían un día para festejar. Ser soltero, o single como les gusta llamarse a sí mismos a algunos miembros snobs de la comunidad, en una sociedad que aboga por la reproducción filial a toda costa, es toda una proeza. Proeza porque cuesta mantener tu identidad sin ganarse alguna que otra mirada acusatoria y algún apelativo nada cariñoso, siendo egoista el que más gana en porcentajes. Esto es especialmente evidente en el caso de las mujeres que de vez en cuando aún son catalogadas como solteronas frente al tan cosabido soltero de oro. Los solitarios se ven relegados a un rincón en estas festividades. Marginados sociales. Parias del consumismo sentimental. A veces intentan hacer esfuerzos por integrarse con los demás y se compran a sí mismos regalos aludiendo, con razón, que ellos son su propia pareja y se quieren mucho. Yo, sin ir más lejos, llegué a comprarme una rosa y pasearme por el barrio con ella en la mano, en un intento de encajar en una calle donde todas las mujeres llevaban una.

Yo apuesto por la abolición de estas fiestas en pro de otra de reconociento y apoyo a aquellas personas que, por el motivo que sea, no disponen de pareja comercial. Las que tienen una pareja ya tienen bastante motivo de dicha como para que encima se les tenga que recompensar con dos festividades públicas. Siempre quedan los aniversarios!!. Y si el motivo de celebrarlas es que tu pareja no suele ser detallista... no vas a cambiar a esa persona por imposición popular.

Yo este año celebraré San Valentín por varios motivos: porque es el primer año que dispongo de alguien a quien regalar, porque como nunca lo he celebrado estoy deseando sumergirme en el fervor del consumismo capitalista y porque me da la gana. Lo que haga o deje de hacer el resto de mi vida es una incógnita pero siempre apostaré por una fiesta popular para agasajar a los solteros, a los viudos y a la gente con el corazón roto.

jueves, 5 de febrero de 2009

ROTURA


Hay veces en que por más que intentemos hacer las cosas de una determinada manera, estas se estiran, se retuercen y se acaban volviendo contra ti. Da lo mismo lo mucho que te esfuerces, intentes, patalees y te enfades. No hay nada que hacer. Son los aspectos más brutales de una vida que a veces se empeña en intentar destruir el núcleo de tu esencia misma. Esa esencia, parte intrínseca de uno mismo. Esa esencia que algunos llaman personalidad.

Coelho, ya reflexionó en uno de sus libros, sobre esta esencia nuestra. ¿Somos buenos o malos? Y en caso de que seamos una u otra cosa, ¿es la vida capaz de modificar, de destruir esta esencia nuestra? Es posible, de hecho pienso que es lo más plausible, que todos tengamos en nosotros ambas posibilidades de esta esencia. Somos buenos y somos malos a la vez. En proporciones desiguales. La parte mala, normalmente se haya enterrada bajo el peso de la educación recibida, especialmente si esta está teñida con tintes católicos. Está sepultada bajo un alud de convenciones, normas y protocolos sociales. Estas partes hermanadas dentro de una misma mente viven en constante tensión. Solemos reprimir una, y nos dedicamos a vivir la otra. A nadie le gusta pensar que uno mismo es malo, o tiene el potencial necesario para serlo. Así que, en términos generales, solemos vivir siendo esencialmente buenos. Y eso está bien.

¿Pero qué pasa cuando las circunstancias que nos rodean se vuelven en contra nuestra? Cuando por más que nos esforcemos, luchemos, todo nos sale del revés. Es entonces cuando esta proporción que hasta entonces ha estado más o menos estable, empieza a sufrir un cambio. Cambia la proporción, cambiamos nosotros. Esa esencia buena empequeñece, se agrieta y cede frente a su némesis malvada. Es un punto crítico para el ser. Es el momento álgido de la lucha de uno mismo contra las vicisitudes de la vida.

Y es que puede ser muy duro intentar no renunciar a la manera de ser uno mismo cuando nos enfrentamos a una vida que se empeña en demostrarnos que precisamente, esa manera de ser nuestra, está basada en conceptos erróneos. A ver quién no ha pensado alguna vez que si no fuéramos tan buenos las cosas nos irían mejor. O que siempre triunfan donde nosotros fracasamos, personas con menos escrúpulos. Pero si cedemos ante las adversidades, si cejamos en nuestro empeño de mantenernos fieles a nuestra manera de ser, nos perdemos a nosotros mismos. Es cuando la vida gana. El final de la película en el que el malo resulta vencedor. Nos perdemos a nosotros mismos, y perdemos una parte de nosotros que compartimos con los que nos rodean. Y no es una parte que se recupere. No se puede dar marcha atrás. Si pierdes, si te fallas a ti mismo, si renuncias aunque sea brevemente a tu esencia, quedará como una mácula en tu alma esa equivocación. Caemos en la tentación, y ya no nos liberamos, amén.

El problema estriba en si somos lo suficientemente fuertes para limitarnos a seguir siendo quién somos, cuando las circunstancias se empeñan en cambiarnos. Porque cuando el dolor nos rodea, y la decepción nos embarga, es muy difícl mantenerse estoicos en nuestros puestos. Cuesta mucho la verdad. Yo estuve fantaseando con ideas extravagantes de venganza cuando empecé a escribir este blog. Nunca las llevé a cabo. Pero podría haberlo hecho. Todos podemos ceder ante esta parte malvada que clama el protagonismo que tantas veces se le ha negado. Tuve suerte y resistí. Y me siento orgullosa de no haberme perdido. Perderse tiene como consecuencia la decepción. La de los que te rodean. Pero la peor, la que te infringes a ti mismo.
Hasta qué punto estamos dispuestos a llegar para seguir plantando cara a la vida es un misterio, hasta para los protagonistas de la historia. ¿Somos capaces de vender una parte nuestra, para tener la sensación de victoria? ¿Nos podemos considerar vencedores si no cambiamos y seguimos permitiendo que las cosas sigan iguales?
Son cuestiones que no tienen una respuesta fácil. Depende de tu fortaleza, de a qué te enfrentas, de los apoyos que cuentas, de la integridad que mantengas... Todos estamos andando siempre en la cuerda floja. La cuestión radica en cuánto podemos avanzar sin perder el equilibrio.