lunes, 27 de julio de 2009

LAS COSAS QUE PERDEMOS...



Que cuando se pierde el amor una parte de nosotros mismos también se pierde, es obvio. El amor nos cambia, nos modifica, nos destruye y nos rehace. Y en todo ese proceso constante se pierden piezas que formaban parte de la maquinaria de nuestra alma, de nuestro yo. Se pierde la inocencia, se pierden las dudas sobre lo que buscamos, se pierden ideales,... todo va saltando como los muelles de un juguete roto.


Pero se pierden también otras cosas. Cosas ajenas. Cosas que esos amores nos regalaron y que se pierden en los recuerdos de la nostalgia. Las olas de la memoria lamen la herida y la van haciendo menos profunda porque entierran, como si de tesoros se trataran, esas pequeñas ofrendas que nos realizaron. De vez en cuando, el viento que despierta alguna pasión despistada, o alguna emoción traicionera, desentierran esas cosas, esos recuerdos intangibles. Es la hora de la melancolía, de recordar sólo las cosas buenas, porque las malas se desvanecen con más facilidad. O tal vez es que en vez de ser enterradas, se hunden como un plomo en el océano de la inconsciencia.


Pienso en todo lo que he perdido, cuando algún amor se ha ido. Cosas que he olvidado hacer, o que ya no podré volver a realizar porque ya no somos dos, ahora sólo estoy yo. Cosas que, por circunstacias y convenciones, ya no se pueden llevar a cabo. Cosas que ya no me apetece hacer o tener porque se han devaluado o porque soportan una carga de dolor que no me apetece recoger.


Ya no tendré esos regalos que mis amores me dieron porque las circunstancias han sido cambiadas. Lo perdido está asociado a una determinada persona y en una determinada época que confirió a aquello un baño de dorada felicidad.


Se perdieron las tardes en el mirador observando la ciudad a nuestros pies y debatiendo banalidades de la vida. Se perdió el placer de sentarse a comer una cantidad ingente de donuts edulcorados y variopintos sin el remordimiento de que el azúcar innecesario se posará en las caderas como un tatuaje glucosado. Esas mañanas de rol teñidas de rosa también se han ido acompañadas por los viernes noche de cerveza y confesiones. Libros, música y películas que pertenecen a una persona del pasado y que ya no puedes ver de la misma manera que antes porque son como una rosa: hermosa en el recuerdo pero con el peligro de hacer daño en el alma.
En el amor se ganan muchas cosas, no lo niego, pero con el desamor se pierden otras. Se pierden los recuerdos de los besos. Te pierdes tú. Lo pierdes a él.

miércoles, 22 de julio de 2009

MI CIUDAD


Me encanta Barcelona cuando se despierta. Coger la moto a esas horas intempestivas en las que un soñoliento sol aún no da señales de vida y recorrer la ciudad dormida.





El aire gélido me sopla en la cara para limpiarme del sueño que aún se aferra a mi mirada. El pelo al viento. El pañuelo que cubre mi cuello, protegiéndolo de todo mal atmosférico, ondea como una bandera de identidad propia. La mía. Siempre pienso, durante unos instantes, que tendría que haberme abrigado un poquito más. El amanecer siempre se presenta con un abrazo frío. Pero ese frescor me despoja de mi modorra. Me produce gélidas lágrimas que se llevan con ellas los restos del último sueño. Por unos instantes soy una especie de Reina del Hielo subida en una scooter.




Barcelona se despierta con un ritmo lento, perezoso. Le cuesta volver a la actividad cotidiana. Yo conduzco a unas horas en que las caras que se giran a mi paso son siempre las mismas. Caras ojerosas de los que llevan trabajando horas, cuando todo el mundo duerme. Puedes ver en sus miradas la alegría de saber que la hora de volver a casa se acerca. Puedes ver en sus miradas el cansancio infinito de aquellos que trabajan a deshoras. Con un ritmo circadiano alterado. Cuando la gente se despierta no se acuerdan para nada de aquellos que empiezan, a esa hora, a descansar. También puedes observar en tus paseos a aquellos que, al igual que tú, acuden a su lugar de trabajo. Van con la cabeza gacha y los ojos llenos de legañas. Los madrugadores suelen tener una mirada más triste. Quizás porque no se despiertan con el abrazo del sol. Quizás porque son unas horas de soledad. Horas en las que te tienes a ti y a otros como tú. A veces tengo la sensación de estar atrapada en una especie de limbo onírico. Una tierra de nadie entre el sueño y la vigilia. Barcelona al amanecer.




Barcelona cuando se despierta se llena de olores deliciosos que se diluyen poco a poco en el trajín de cada día. Los coches, las prisas y el mal genio hacen que esos etéreos aromas que la ciudad ofrece se escondan presurosos hasta el siguiente amanecer en que, tímidamente y sólo para unos pocos madrugadores, se muestren con cierto pudor. Son las fragancias delicadas que te regalan los jazmines y los galanes de noche desde la oscuridad de algunos jardines o desde la altura de los balcones de algún romántico empedernido que conserva flores en la ciudad gris. Los efluvios que se escapan golosos de las puertas entreabiertas de algunas panaderías que se resisten a convertirse en algo artificial. Que aún se atreven a vender pan no plastificado. Y el aroma esquivo, el que sólo aparece porque el viento lo empuja tozudamente hasta ti, el olor salobre que indica que en la ciudad por donde te mueves hay mar.



Barcelona al amanecer te regala la sensación de que eres dueña de tu destino. A veces me ofrece el espejismo de ser una Godiva en ciclomotor. Porque a esas horas, la sensacion de intemporalidad (casi eternidad) cubre la ciudad como un ligero encaje y a veces, acompañando a la suave brisa, te roza el brazo y piensas, en ese instante, que podrías quedar en esa escena para siempre. La chica que da vueltas en una bola de cristal.


Barcelona al amanecer es indescriptible porque esta hecha de retazos de sensaciones.


martes, 21 de julio de 2009

CREIA


Creía que te conocía más que a mi misma, y me equivoqué. Tú creías que me conocías mejor de lo que yo me conocía , y probablemente tuvieras razón. Los errores se pagan caro en la vida. El tuyo lo pagué con creces.

Pero el tiempo es un maestro paciente y riguroso. Inflexible. Te muestra los sueños de plástico en los que te envuelves imaginando un futuro que amortigüe la rigurosidad de cada día. Ahora ya he dejado atrás ese creía. Porque ahora sé. Conozco. Y no me dejo engañar por tus absurdas máscaras de tipo encantador con las que te disfrazas cuando hay otros por medio. Camaleón de lo social. No me engañas porque me destruiste y la que se levantó en mi lugar es otra persona. Rescaté mi mente a golpe de mandalas emocionales. Recuperé mi cordura. Me deshice de las telarañas que anidaban en mis ojos y no me dejaban ver la realidad que había más allá del espejo utópico en el que estaba atrapada.

En el dolor aprendí a conocerte. En palabras ajenas aprendí a valorar lo que escondías. Ya no tienes el poder de zarandear mi alma a golpe de corazón roto. El púgil ha de buscarse otros adversarios que lo ayuden a mejorar.

Sobreviví al destructor que emergió del abismo que abrí cuando quise ver qué había más allá. El ansia de conocimiento a veces tiene su contrapartida. Saber es poder y, aunque la mayoría de veces me gustaría seguir viviendo en la insulsa inopia, era necesario que aprendiera.
La comprensión de la realidad a veces cuesta de aceptar. Integrar, asimilar y volver a empezar. Las imágenes que ideamos son arrastradas por el viento de la vida. Tus palabras se llevaron las mías. Se lo llevaron todo y me dejaron desnuda. Muñeca rota por culpa de interpretaciones erróneas y falsos arrepentimientos.
Me susurraste guapa cuando nadie te oía y me reí. Luego me diste pena. No me engañas. Porque yo creía en ti. Yo, creía.

martes, 9 de junio de 2009

LOS HOMBRES A LOS QUE NUNCA BESÉ


Hace mucho tiempo, un compañero de trabajo me regaló una libreta. Yo trabajaba cuidando a una pareja de ancianos que se dedicaban a ver la tele los fines de semana. Para pasar el rato me dedicaba a divagar bolígrafo en mano. Fue una época bastante prolífica la verdad. Escribía sobre las insulsas tardes que me veía obligada a soportar, sobre cualquier objeto que me llamara la atención en aquel momento, sobre mi compañero de turno, sobre las hilarantes historias que me veía protagonizando a consecuencia de las absurdas situaciones a las que me abocaba la senilidad de la pareja. Escribía en la libreta en la que tenía que anotar tensiones, glicemias y medicación tomada. Siempre iba con el bolso lleno de papelajos que acababa perdiendo. Relatos que acabaron en manos del olvido, o tal vez, la casualidad quiso que se diluyeran en los ojos de algún curioso que un día de viento recogió un papel que volaba sin cesar.

Mi compañero que estaba harto de tanto papelillo suelto aprovechó mi cumpleaños para ir a comprarme una libreta tan sólo para mi uso y disfrute personal. Roja y con espejitos, lo más del momento en el Natura. O eso le dirían, me imagino. La verdad es que por una parte lo agradecí de veras pues la libreta tenía la misma ansia de viajar que yo y me acompañó a diferentes países. Por otra no; el incremento del peso de mi bolso repercutió de manera dolorosa en mis pobres omóplatos.

Libreta en mano, bueno, en bolso, seguí escribiendo absurdidades procreadas a partir de la unión de la tediosidad y la indolencia propias de mi juventud y de un somero aburrimiento. Fue en una de esas tardes interminables cuando tuve una genial idea. Vale, lo que a mí me pareció una genial idea en ese momento. Estaba yo repasando antiguos amores frustrados a los que dedicar una oda, o una elegía, cuando me puse a pensar en todos aquellos chicos a los que siempre quise besar y nunca me atreví a hacerlo. La inocencia, el candor, la timidez, la inconstancia... todas las excusas por las que no había besado a ese chico eran válidas para dar paso a la elaboración de una lista, a la que bauticé con el ingenioso nombre de "La lista de Mónica". La lista fue elaborada en un par de días, cosa que agradecí enormemente, pues estuve la mar de entretenida sumergiéndome en un mar de recuerdos la mayoría de ellos prepúberes. Amores platónicos, amores de sueños, amores no correspondidos, amores castos.... Cuántos besos que no pedí...

Una vez tuve la lista no me sentí del todo satisfecha. ¿Y ahora qué? La inspiración vino a hacerme una visita. ¿Qué tal si te dedicas a ir tachando los nombres de la lista? La idea no me disgustaba en absoluto. Si fuera capaz... Volví a repasar todos los nombres. En la lista había chicos a los que hacía años que no veía. A algunos les había perdido la pista. Pero yo tenía algo en aquel momento. Tenía mucho tiempo muerto y nada mejor que hacer. Decidí hacer de investigadora privada. Buscar uno a uno, a todos los nombres que confeccionaban mi lista y pedirles el beso que nunca me dieron. Quería que algún día, al mirar atrás en el tiempo, pudiera decirme: "no hay ningún chico al que quisiera besar y no lo hiciera. No dejé en ese aspecto nada por hacer". Sí, esa vena utópica, me pierde.

Así que empecé mis investigaciones. Busqué a esos chicos a través del tiempo (bendita internet), a través de contactos, a través de las ideas más descabelladas que se me pudieran ocurrir. Y poco a poco los empecé a ir encontrando. Y poco a poco empecé a ir tachando nombres que aparecían en mi lista. Hasta que un día, paré de golpe.

¿Por qué? Bueno, la respuesta me la dio la persona a la que más me costó encontrar. Mi primer amor, al que no veía desde...bufff mejor ni pensarlo. Yo iba decidida a conseguir el que yo llamaba "el beso de oro al mejor logro personal". El broche final a mi primera de historia de amor. Pensaba que si conseguía ese beso demostraría al mundo entero que en el amor todo es posible, que es cuestión de paciencia. Que el que da recibe. Y un montón de tonterías más. Pero cuando lo tuve frente a mi... simplemente no pude. No quise romper la magia de la incertidumbre que me había acompañado todos esos años. ¿Y si besaba mal? estaría mancillando el recuerdo más hermoso (vale, el más inocente) que había atesorado hasta el momento. Hay cosas que es mejor dejarlas como están. Permitir que las posibilidades que se podían haber abierto permanezcan siempre sin descubrir. Caminos sin recorrer en la senda de la vida. Esos besos hubieran sido los adecuados en el tiempo en que casi fueron pero no llegaron a ser.

Cada beso que conseguía me robaba un poco de la idílica imagen y las trémulas expectativas que me había creado cada tiempo. Me estaba robando a mi misma. Me estaba robando un poco de mí. A mi pasado que confluía incesante hasta mí. A mi presente mancillado por tanta superficialidad enmascarada de heroica gesta.

Así que la lista de Mónica quedó incompleta. Y cada vez que conozco a un chico al que me gustaría besar y no lo hago, sea el motivo que sea, levanto mi copa y brindo por otro nombre más que añadir a mi lista. Porque sin sueños no se establecen metas. Porque sin metas no avanzamos en la vida. Porque sin vida, no hay besos que perder. Besos que vivir.

Brindo con vosotros por cada suspiro que emití por cada beso que no di.

viernes, 6 de marzo de 2009

LA CHICA MARIPOSA QUE VIVÍA SIENDO UNA ORUGA



La chica mariposa, vivía siendo una oruga y sin tener consciencia clara del brillante porvenir que le aguardaba.



Su vida como oruga no le parecía del todo mal. Tampoco conocía otra mejor. Sabía que había en el mundo otros estilos de vida. Algunos le parecían maravillosos. Otros le inspiraban conmiseración por las criaturas que estaban abocadas a vivirlos. Otros le eran totalmente indiferentes. Y otros, simplemente, le eran desconocidos.



La chica mariposa que vivía siendo una oruga era, en términos generales, no infeliz. Tampoco podía decirse que fuera feliz. Se podría decir que simplemente era. Y es normal que simplemente fuese, porque la vida de una oruga no era satisfactoria en demasía. Lo que pasa es que cuando vives del único modo en que crees que es posible hacerlo, sin expectativas, sin sueños, simplemente limitándote a vivir sin complicaciones, jamás puedes alcanzar la verdadera felicidad, porque jamás llegas a conocerte a ti mismo, ni tampoco tus posibilidades. Por lo demás la vida de oruga tampoco es que ofreciera demasiadas expectativas, ni demasiadas aspiraciones. Vivir con tranquilidad es lo que tenía en mente la chica mariposa que vivía siendo una oruga.



La vida de oruga, vista desde fuera, era bastante corriente. Tenía sus rutinas, sus caminos marcados, las flores menos peligrosas, la lluvia, los enemigos naturales, los artificiales,... Vivía constantemente arrastrándose por el suelo, con los peligros que ello conllevaba. Siempre hay alguien dispuesto a pisar a una simple oruga. No sé por qué, pero encuentran un maligno placer en ello. La chica que vivía siendo una oruga, había sido pisoteada ya unas pocas veces y, aunque había salido con vida de aquellos terribles percances, había recibido heridas que afectaban a su arrastrar. También había aprendido lo que era el miedo y la necesidad de auténtica precaución. Por eso, casi siempre caminaba por las sombras y a través de los altos tallos de las plantas, buscando pasar lo más desapercibida posible. Sabía que las corazas de poco servían, pues no habían sido pocos los caracoles y escarabajos que habían caido aplastados bajo sus pies.


Otro inconveniente de vivir siendo una oruga era la incapacidad de observar el cielo. Uno sabía que existía el cielo, esa inmensidad suspendida sobre todos los seres, pero ni por asomo se imaginaba la posibilidad de viajar por él. Además, para poder observarlo en toda su amplitud y permitirse el lujo de soñar, había que trepar a la cima de los árboles o de las flores y eso tenía riesgos. Siempre hay pájaros de ojo avizor, ávidos por degustar un delicioso plato de estofado de insecto. Y las orugas son insectos. Y las orugas no quieren acabar siendo devoradas por ningún famélico plumífero.


La chica mariposa que vivía siendo una oruga no estaba sola. A su alrededor habían muchas otras personas que vivían, al igual que ella, siendo orugas. A algunas de ellas, aunque con el tiempo cada vez menos, las consideraba verdaderas compañeras y pasaban bastante tiempo haciéndose compañía y limitándose a ser. Hasta que al cabo de un tiempo esas compañeras fueron poco a poco retrayéndose y empezaron a desarrollar una costumbre hasta el momento insospechada: empezaron a tejer una colcha blanca. También empezaron a mostrar un comportamiento de lo más extraño: decían que querían ser "algo", que querían evolucionar. Un día, una vez acabadas aquellas colchas extravagantes, dijeron tener mucho frío y mucho sueño y se taparon con ella. Así estuvieron mucho tiempo y la chica que vivía como una oruga empezó a sentirse muy sola. También ella quería evolucionar pero no sabía cómo. Quría preguntar a sus compañeras pero éstas estaban dormidas.


Tiempo después, sus hasta entonces compañeras empezaron a despertar y.. oh! sorpresa! habían realmente cambiado. Ya no parecían en absoluto orugas. Tenían a sus espaldas unas maravillosa alas, de múltiples e irisados colores. Su cuerpo era más esbelto y ya no mostraba el tono verdoso anterior. Eran mariposas y como tales echaron a volar. El viento arrastró el sonido de sus carcajadas de puro gozo al ver que podían volar hasta la figura solitaria de la chica mariposa que vivía siendo una oruga.


Pasó el tiempo y, pese a que sus antiguas compañeras convertidas en mariposa seguían yéndola a visitar de cuando en cuando, las cosas habían cambiado entre ellas. Le hablaban de cielos azules, de vientos que las hacían volar más veloces que una libélula, de sitios nuevos, de nuevos horizontes... La chica que vivía como una oruga asentía de vez en cuando y fingía entender de lo que le hablaban. Pero no entendía nada de nada. Y cada vez se sentía más sola. Y cada vez se convencía más a si misma de lo adecuado que era seguir siendo una oruga.


Hasta el día en que todo cambió. La chica que vivía siendo una oruga llevaba algunos días practicando punto y estaba empezando a tejer una colcha blanca como las de sus compañeras. Pese a que quería convencerse a si misma que ser oruga no estaba del todo mal, últimamente tenía la sensación en el estómago que si sus compañeras habían podido, ella también podía. Era cuestión de práctica. Todo era intentarlo. La razón verdadera era que hacía poco casi la habían aplastado mientras estaba de paseo y esa había sido la gota que había colmado el vaso. Si volaba, se repetía como una oración, nadie la podría volver a aplastar jamás. El problema era que la colcha se le resistía, nunca le quedaba todo lo bien que quería, y ella, intuitivamente, sabía que si no estaba perfecta no iba a servir para nada.


Practicó y practicó todas las noches y todos los días. Lloviera o hiciera viento. Bajo un frío severo o un calor bochornoso. Tejía y tejía. Deshacía y volvía a empezar. Hasta que un día observó maravillada que lo había conseguido. Tenía entre sus manos la más perfecta de las colchas blancas. Y, mientras la observaba maravillada, empezó a sentir mucho frío, y una cosa rara que le presionaba por el pecho y le subía por la garganta y le estiraba de las comisuras de los labios hacia arriba. Se abrigó con la colcha y, por primera vez en su vida de oruga se sintió realizada. Se sintió segura. Se sintió a salvo. Se sintió a si misma por primera vez. Y se durmió satisfecha.


La chica mariposa que vivía siendo una oruga por primera vez tuvo sueños, expectativas. Contempló en su interior las posibilidades que la vida podía ofrecerle y se dió cuenta que podía realizarlas. Lo único que le molestaba un poco era esa sensación del pecho...


Mientras que la chica mariposa que vivía siendo una oruga seguía durmiendo, una idea se abrió camino hasta su cabeza. Eso que sentía....¿podría acaso ser verdad? Pero en su fuero interno era consciente que la respuesta era obvia porque la había sabido desde el principio. Esa sensación era aquello conocido como la felicidad. Y ese tirón de los labios, sin duda era la sonrisa de la que tanto había oido hablar. Y así, con una sonrisa en los labios, y el corazón henchido de felicidad, la chica mariposa que había vivido siendo una oruga, siguió durmiendo....


Shhhh.... dejemos que duerma, dejemos que le crezcan las alas, dejemos que descubra asombrada la capacidad de volar, dejemos que ría, dejemos que sea...

jueves, 26 de febrero de 2009

DESPERTAR


Suena el despertador. Empieza un nuevo día y la pereza me amodorra y me suplica al oido cinco minutos más. El contraste entre el frío del aire que se cuela por los resquicios de un balcón que, solemne e imperturbable espera su jubilación, y el calorcito que desprende el nórdico después de toda una noche de contacto con mi transpiración de ser cálido, hacen que remolonee un rato más.


La luz diurna se va filtrando a través de los cristales del balcón, un tanto sucios por la presencia continua de coches y obras que acaban y vuelven a empezar. Silenciosa cadencia apolínea que hace bailar bajo su influjo a cientos de motas de polvo que giran sin cesar siguiendo un ritmo con forma de tirabuzón. Juego con mis dedos a interrumpir esa danza incesante e imagino una corte palaciega de motas de polvo confusas porque un dedo gigante ha estorbado su vals.

Sé que es hora de levantarse. Hay cosas que hacer. Cosas que esperan su turno para ser atendidas y resueltas. Cosas que irremediablemente se verán pospuestas porque a veces no abarco todas las soluciones. Cosas que siempre reclaman atención, insistentes. Cosas que aparecerán durante el día. Cosas, cosas,... Mientras pienso esto, dejo que la pereza me vuelva a abrazar y me dejo mecer entre sus brazos cargados de promesas algodonosas como nubes. Paraiso de leche y miel para mis sentidos. La casa está vacía y disfruto pensando por un momento que soy la reina de mi tiempo. El silencio es casi palpable. La luz tenue todavía. Y yo sigo adormilada, calentita bajo mis sábanas.

Poco a poco, la obligación avanza hasta mi cama y cogiéndome por los hombros me sacude con fuerza para despertarme. Aunque sigo sus consejos, a veces la encuentro un tanto cansina. En mi fuero interno me encantaría perderla de vista un par o tres de días. Me pregunto cómo sería vivir en la inconsciencia de aquellos capaces de vivir sin ningún tipo de obligación. Pero como no soy así dejo que la acción de levantarse empiece a cobrar forma en mi cerebro y se desplace hasta mis músculos, ladrando órdenes a diestro y siniestro para alejar la modorra, para ahuyentar la pereza que tan amablemente me acunaba. Los músculos responden casi de inmediato. Me estiro, me desperezo, arqueo la espalda, alargo las piernas, los brazos y lanzo un bostezo tipo señorial por donde se escapa resignada mi haraganería.

Me levanto y apoyo los pies descalzos sobre el suelo frío tras caminar por él la gélida noche. Este cambio de temperatura acaba por sacudirme de encima ideas ociosas que revoloteaban por mi mente buscando un hueco donde anidar. El frío me despeja, me da nuevas energías para encaminarme hacia el motor que inicia la actividad, en ocasiones febril, de casi todas mis mañanas: mi querida cafetera. Entre ella y yo establecemos nuestro peculiar ritual matutino cuando le pido mi dosis de cafeína y ella, coqueta, finge no querer darmelo. Tras insistir varias veces, empieza a verter el espeso y humeante líquido negro entre quejidos y chirridos, para recordarme que ya tiene cierta edad. La miro con nostalgia, sabedora que un día no fingirá, que realmente no podrá darme el café y que ese día será la despedida definitiva de mi compañera infatigable de tantos despertares.

Me encamino, café en mano hasta la butaca del salón, sabiamente orientada hacia los grandes ventanales que, ufanos, dejan entrar a raudales la luz y el sonido de la ciudad. Descorro las cortinas y me siento con las piernas recogidas dispuesta a observar como empieza la vida rutinaria en la calle. Veo como gente más remolona que yo empieza su vida laboral con la rapidez de aquellos a los que se les han pegado las sábanas. Veo gente, más madrugadora que yo, que ya lleva rato en plena faena. Los veo alejarse calle abajo con el carrito de la compra aún vacío. En un rato regresarán. Veo gente que, al igual que yo, se dedica a contemplar la vida despertar.

Cuando termino el café, sé que es hora de empezar a trabajar. Lavarse, vestirse, peinarse, irse, comer... La misma rutina de siempre. El mismo ciclo repetitivo que encuentro tan necesario. Pautas diarias que aportan seguridad. Los imprevistos me descolocan y siento que el día ya no marcha igual. Así que, depués de estar lista y aseada salgo por la puerta sin mirar atrás.

Otro día que empieza, otro día por acabar.

sábado, 14 de febrero de 2009

EL DOLOR DEL RECUERDO


Ayer estuve hablando de los motivos que me condujeron a crear este blog. Hay algunos instantes de tu vida que deben permanecer enterrados. Para siempre. Abrir el baúl de los recuerdos, en algunas ocasiones, puede llevarte a un estado regresivo previo si no estás lo suficientemente preparado para afrontar el recuerdo de un dolor que, en su día, fue lacerante y devastador.



Yo, que tengo en ocasiones una tendencia claramente masoquista, sé muy bien que hay sufrimientos que no merece la pena revivir, porque llevar a cabo esta especie de resurrección, a veces conlleva no sólo volver a sufrir de nuevo todo el conflicto, sino el temible inconveniente de levantar a los viejos fantasmas de las tumbas donde los enterrastes. Esto lo sé por experiencia propia, porque hubo un tiempo en que la vida carecía de sentido, y hallaba consuelo, de un modo absurdo, en el hecho de exponerme una y otra vez, en una vorágine secuencial y sempiterna, a los recuerdos de las heridas que me habían inflingido. Nunca he sido una persona especialmente fuerte ni valiente, aunque la gente se obceque en opinar lo contrario. De manera que ,mientras me dedicaba a rememorar esos recuerdos tan desagradables una y otra vez, en una búsqueda absurda de algún sentido espiritual a lo que aferrarme en medio del caos vacío en el que sentía que me hallaba metida, los fantasmas de los miedos se levantaron y avanzaron hacia mi. En fin, fue una época muy mala en la que intenté reencontrarme y volver a levantarme lo suficientemente intacta como para observar el estropicio e intentar arreglar aquel embrollo gentileza de cierta casa victoriana. Como de lo malo todo se aprende, di la lección por aprendida: no volver a recordar momentos sumamente dolorosos mientras no me halle en una disposición de ánimo que augure fortaleza interior y cualquier otra pamplinada espiritual.



El problema a veces reside en dilucidar cuando uno está fuerte de cuando uno cree estarlo. A veces caemos en el tópico y típico error de autoengañarnos y pensar que tenemos todo solucionado. Porque a veces necesitamos creer que somos más fuertes de lo que en realidad somos para que, en una parábola emocional un tanto grotesca, acabemos siéndolo realmente. Somos un poco el Narciso de nuestra propia templanza y fortaleza. Otras veces nos despista la máscara que nos ponemos para evitar preocupaciones fútiles a los demás. Las repeticiones sobre un estado de salud mental óptimo recaen una y otra vez sobre tus oidos que, al final, confusos, no saben distinguir entre la mentira que sale de tu boca y la esperanza de una realidad poco probable. Esta lluvia de mentiras disfrazadas de verdades futuras acaba anegándolo todo, cayendo en la trampa de creerte tu misma esas mismas falsedades antes del tiempo determinado para que dejen de ser un espejismo. Todos estos falsos iconos sobre nosotros mismos y nuestro afán de superación, caen aplastados bajo el peso irremediable de un dolor que seguía estando ahí. Agazapado. Esperando el momento oportuno en el que tú bajaras las barreras que con tanto esfuerzo creías haber izado para defenderte de su ataque furtivo.


El ser humano puede pecar a veces de ser sensible y débil. Nos creemos poseedores de una fortaleza que insiste en escurrirse sinuosa entre nuestros dedos inexpertos. Pensamos, en nuestra ignorancia, que nuestra moral se erigirá frente a nosotros a modo de escudo protector sin entender que el dolor no entiende de verdades. Y menos de justicia. Los recuerdos dolorosos tienen la molestia de volverse perennes en nuestra memoria. Nuestra meta o aspiración es intentar ser lo suficientemente capaces de llegar a vivirlos de nuevo sin que su intensidad nos afecte. El tiempo es un atenuante magnífico.