lunes, 11 de agosto de 2008

LAS CITAS


Me encanta tener una cita. Hace tiempo que no tengo una. Una de verdad. No sirven esas de quedamos y tomamos un café. Me refiero a una cita en el sentido clásico de la palabra. Una cita de amor. Cuando te gusta alguien y empiezas a dar esos pasos vacilantes por un camino que no tienes claro a dónde te llevará. Misterio. Y sobre todo nervios. Nervios y expectativas. El sudor amargo ante un futuro que está por descubrir.



Las citas dependen de la situación y la persona. Personalmente, para que empiece bien una cita, tiene que ser propuesta. Las que propongo yo, ya no tienen tanta gracia. Me gusta que me sorprendan. A todos nos gusta, lo sé. Pero como es mi opinión la que estoy contando, es la que vale en estos momentos. Así que empezamos con un clásico chico pide a chica una cita. Y ahí empiezan los nervios. Porque partimos de la premisa de que hay una atracción mutua. Si no, no es una cita. Es una penitencia. Y no tiene la magia que tiene la incertidumbre de no saber cómo va a salir. Este paso ya es importante en si. Cómo te la piden. A mi no me sirve un "vamos a comer" o "por qué no vamos al cine". Eso pienso que son reuniones. Quedadas con amigos. Si es una cita de verdad, te han de dejar claro que las intenciones ocultas no son las amistosas.



Empieza la función. Empiezan los nervios. Las suposiciones, las dudas. Qué me pongo. Me pinto un poco o dejo que vea directamente mis defectos. Me he de depilar, pero, oh Dios mio, no lo he hecho en todo el invierno y eso me llevará horas... La ropa vuela veloz del armario hasta un montón, cada vez, más eminente, encima de la cama. Esto no, que me hace gorda. Esto no, que enseño demasiado escote y pensará que soy una facilona. Esto tampoco, demasiado elegante. Demasiado tirado. Arghhhh. Luego cuando estamos más o menos decentes (nos hemos acabado poniendo lo mismo de siempre, pero con el ligero maquillaje, parecemos otra) empezamos la otra labor titánica precita: el peinado. Empiezas dejándote el pelo suelto. Pero entonces descubrimos un mechón rebelde. Lo embadurnamos con los mil y un potingues: espuma, gel, cera, laca... total que acabamos observando que el pelo ha adquirido el brillo especial "lamido de vaca". Notas que las lágrimas empiezan a aflorar. Qué desastre, con lo que ha costado hacerse la raya, de manera que quede más o menos igual en los dos ojos (porque no sé por qué, siempre queda más gruesa en un ojo que en el otro). Acabamos con la cabeza dentro del lavamanos, lavándonos el pelo sin jabón, para desincrustar lo que, anteriormente hemos aplicado con tanto esmero. Nada, el mechón suelto sigue ahí. Y el resto del pelo, parece haberse desmayado por intoxicación fijadora. Te entra un ansia irreprimible de rapártelo al cero. Miras el reloj y ves que no te da tiempo. Acabas haciéndote un moño. Rápido, eficaz, y disimula el desastre anterior.


Llega el momento en que o te pasan a recoger (si tienen coche) o has quedado en la salida de algun metro. Yo siempre llego la primera. Exceso de puntualidad crónica. Por eso suelo llevar siempre un libro en el bolso. Esos momentos de espera son demoledores. Destrozan los nervios. Empiezas a imaginar como van a desarrollarse los proximos acontecimientos. Estableces posibles conversaciones imaginarias en las que siempre quedas como una erudita urbana. Pero a la hora de la verdad la lengua se traba. Estás tan pendiente de quedar bien, de parecer ingeniosa a la par que divertida e interesante, que acabas diciendo estupideces. Conversaciones insustanciales. O silencios incómodos, porque te quedas mirando al otro esperando que de su boca salga ese comentario tan incisivo que hace un rato te imaginabas mientras esperabas a que llegase. Pero probablemente esté intentando averiguar que carajo te pasa en el pelo que tiene ese aspecto tan apelmazado.


Anécdotas varias después, llegamos al otro momento culminante de una cita. La despedida. Nunca sabes qué hacer. Le das dos besos (o ha ido mal o es muy tímido, o lo eres tú, o quieres esperar a tener otra) o le das uno (ha ido muy bien, o ha ido muy mal y exiges una compensación física). Y te quedas mirándole la cara, intentando adivinar cuáles son sus intenciones. Hacia donde se dirigen sus labios (hacia las mejillas o hacia tu boca??), para tú imitar sus gestos sin temor a hacer justamente lo contrario que la otra persona. Normalmente lo que sucede a continuación es un momento de absoluto vacío. La otra persona está haciendo exactamente lo mismo que tú. Así que ahí te quedas tú, mirando como una idiota al otro, que tiene la misma mirada de confusión y titubeo que debe expresar tu cara. Una vez, una cita que tenía, no pudo soportar ese momento de indecisión, y acabó dándome una palmada en el brazo y echó a correr. No volví a verle. A este paso debe haber llegado a Australia.

Lo bueno que tienen las citas, es que con el tiempo, olvidas todos los disgustos y sinsabores que vives durante esas horas, y cuando las recuerdas suelen hacerte sonreir e, incluso, hacerte reir a carcajadas. Es una pena que estén desapareciendo. Ya nadie suele pedir una. Se queda con la persona como amigos y según como vaya la cosa, te proponen veros una vez más. Ya no hay citas en que el chico se arregla para causar buena impresión, y te tratan como a una reina ese día. Esas citas en que te llevan a cenar. En que los dos estais incómodos con esa tensión que se palpa en el ambiente... eso era antes. Las cosas cambian con el tiempo. La rapidez de la ciudad se infiltra también en las citas que bailan al son de internet. Ahora una cita ya no es para conocerse, es únicamente con fines sexuales. Aunque de vez en cuando, alguna perla aparece entre tanto mejillón.

Yo, desde aquí, reivindico la inocencia perdida en alas de la modernidad. Vivan las citas!!!

1 comentario:

Emmanuel dijo...

Ja, ja , ja. Tenias rezon era de risa de reirse, ahora me doy cuenta que no lo habia acabado. Ha estado bien.