viernes, 6 de marzo de 2009

LA CHICA MARIPOSA QUE VIVÍA SIENDO UNA ORUGA



La chica mariposa, vivía siendo una oruga y sin tener consciencia clara del brillante porvenir que le aguardaba.



Su vida como oruga no le parecía del todo mal. Tampoco conocía otra mejor. Sabía que había en el mundo otros estilos de vida. Algunos le parecían maravillosos. Otros le inspiraban conmiseración por las criaturas que estaban abocadas a vivirlos. Otros le eran totalmente indiferentes. Y otros, simplemente, le eran desconocidos.



La chica mariposa que vivía siendo una oruga era, en términos generales, no infeliz. Tampoco podía decirse que fuera feliz. Se podría decir que simplemente era. Y es normal que simplemente fuese, porque la vida de una oruga no era satisfactoria en demasía. Lo que pasa es que cuando vives del único modo en que crees que es posible hacerlo, sin expectativas, sin sueños, simplemente limitándote a vivir sin complicaciones, jamás puedes alcanzar la verdadera felicidad, porque jamás llegas a conocerte a ti mismo, ni tampoco tus posibilidades. Por lo demás la vida de oruga tampoco es que ofreciera demasiadas expectativas, ni demasiadas aspiraciones. Vivir con tranquilidad es lo que tenía en mente la chica mariposa que vivía siendo una oruga.



La vida de oruga, vista desde fuera, era bastante corriente. Tenía sus rutinas, sus caminos marcados, las flores menos peligrosas, la lluvia, los enemigos naturales, los artificiales,... Vivía constantemente arrastrándose por el suelo, con los peligros que ello conllevaba. Siempre hay alguien dispuesto a pisar a una simple oruga. No sé por qué, pero encuentran un maligno placer en ello. La chica que vivía siendo una oruga, había sido pisoteada ya unas pocas veces y, aunque había salido con vida de aquellos terribles percances, había recibido heridas que afectaban a su arrastrar. También había aprendido lo que era el miedo y la necesidad de auténtica precaución. Por eso, casi siempre caminaba por las sombras y a través de los altos tallos de las plantas, buscando pasar lo más desapercibida posible. Sabía que las corazas de poco servían, pues no habían sido pocos los caracoles y escarabajos que habían caido aplastados bajo sus pies.


Otro inconveniente de vivir siendo una oruga era la incapacidad de observar el cielo. Uno sabía que existía el cielo, esa inmensidad suspendida sobre todos los seres, pero ni por asomo se imaginaba la posibilidad de viajar por él. Además, para poder observarlo en toda su amplitud y permitirse el lujo de soñar, había que trepar a la cima de los árboles o de las flores y eso tenía riesgos. Siempre hay pájaros de ojo avizor, ávidos por degustar un delicioso plato de estofado de insecto. Y las orugas son insectos. Y las orugas no quieren acabar siendo devoradas por ningún famélico plumífero.


La chica mariposa que vivía siendo una oruga no estaba sola. A su alrededor habían muchas otras personas que vivían, al igual que ella, siendo orugas. A algunas de ellas, aunque con el tiempo cada vez menos, las consideraba verdaderas compañeras y pasaban bastante tiempo haciéndose compañía y limitándose a ser. Hasta que al cabo de un tiempo esas compañeras fueron poco a poco retrayéndose y empezaron a desarrollar una costumbre hasta el momento insospechada: empezaron a tejer una colcha blanca. También empezaron a mostrar un comportamiento de lo más extraño: decían que querían ser "algo", que querían evolucionar. Un día, una vez acabadas aquellas colchas extravagantes, dijeron tener mucho frío y mucho sueño y se taparon con ella. Así estuvieron mucho tiempo y la chica que vivía como una oruga empezó a sentirse muy sola. También ella quería evolucionar pero no sabía cómo. Quría preguntar a sus compañeras pero éstas estaban dormidas.


Tiempo después, sus hasta entonces compañeras empezaron a despertar y.. oh! sorpresa! habían realmente cambiado. Ya no parecían en absoluto orugas. Tenían a sus espaldas unas maravillosa alas, de múltiples e irisados colores. Su cuerpo era más esbelto y ya no mostraba el tono verdoso anterior. Eran mariposas y como tales echaron a volar. El viento arrastró el sonido de sus carcajadas de puro gozo al ver que podían volar hasta la figura solitaria de la chica mariposa que vivía siendo una oruga.


Pasó el tiempo y, pese a que sus antiguas compañeras convertidas en mariposa seguían yéndola a visitar de cuando en cuando, las cosas habían cambiado entre ellas. Le hablaban de cielos azules, de vientos que las hacían volar más veloces que una libélula, de sitios nuevos, de nuevos horizontes... La chica que vivía como una oruga asentía de vez en cuando y fingía entender de lo que le hablaban. Pero no entendía nada de nada. Y cada vez se sentía más sola. Y cada vez se convencía más a si misma de lo adecuado que era seguir siendo una oruga.


Hasta el día en que todo cambió. La chica que vivía siendo una oruga llevaba algunos días practicando punto y estaba empezando a tejer una colcha blanca como las de sus compañeras. Pese a que quería convencerse a si misma que ser oruga no estaba del todo mal, últimamente tenía la sensación en el estómago que si sus compañeras habían podido, ella también podía. Era cuestión de práctica. Todo era intentarlo. La razón verdadera era que hacía poco casi la habían aplastado mientras estaba de paseo y esa había sido la gota que había colmado el vaso. Si volaba, se repetía como una oración, nadie la podría volver a aplastar jamás. El problema era que la colcha se le resistía, nunca le quedaba todo lo bien que quería, y ella, intuitivamente, sabía que si no estaba perfecta no iba a servir para nada.


Practicó y practicó todas las noches y todos los días. Lloviera o hiciera viento. Bajo un frío severo o un calor bochornoso. Tejía y tejía. Deshacía y volvía a empezar. Hasta que un día observó maravillada que lo había conseguido. Tenía entre sus manos la más perfecta de las colchas blancas. Y, mientras la observaba maravillada, empezó a sentir mucho frío, y una cosa rara que le presionaba por el pecho y le subía por la garganta y le estiraba de las comisuras de los labios hacia arriba. Se abrigó con la colcha y, por primera vez en su vida de oruga se sintió realizada. Se sintió segura. Se sintió a salvo. Se sintió a si misma por primera vez. Y se durmió satisfecha.


La chica mariposa que vivía siendo una oruga por primera vez tuvo sueños, expectativas. Contempló en su interior las posibilidades que la vida podía ofrecerle y se dió cuenta que podía realizarlas. Lo único que le molestaba un poco era esa sensación del pecho...


Mientras que la chica mariposa que vivía siendo una oruga seguía durmiendo, una idea se abrió camino hasta su cabeza. Eso que sentía....¿podría acaso ser verdad? Pero en su fuero interno era consciente que la respuesta era obvia porque la había sabido desde el principio. Esa sensación era aquello conocido como la felicidad. Y ese tirón de los labios, sin duda era la sonrisa de la que tanto había oido hablar. Y así, con una sonrisa en los labios, y el corazón henchido de felicidad, la chica mariposa que había vivido siendo una oruga, siguió durmiendo....


Shhhh.... dejemos que duerma, dejemos que le crezcan las alas, dejemos que descubra asombrada la capacidad de volar, dejemos que ría, dejemos que sea...

jueves, 26 de febrero de 2009

DESPERTAR


Suena el despertador. Empieza un nuevo día y la pereza me amodorra y me suplica al oido cinco minutos más. El contraste entre el frío del aire que se cuela por los resquicios de un balcón que, solemne e imperturbable espera su jubilación, y el calorcito que desprende el nórdico después de toda una noche de contacto con mi transpiración de ser cálido, hacen que remolonee un rato más.


La luz diurna se va filtrando a través de los cristales del balcón, un tanto sucios por la presencia continua de coches y obras que acaban y vuelven a empezar. Silenciosa cadencia apolínea que hace bailar bajo su influjo a cientos de motas de polvo que giran sin cesar siguiendo un ritmo con forma de tirabuzón. Juego con mis dedos a interrumpir esa danza incesante e imagino una corte palaciega de motas de polvo confusas porque un dedo gigante ha estorbado su vals.

Sé que es hora de levantarse. Hay cosas que hacer. Cosas que esperan su turno para ser atendidas y resueltas. Cosas que irremediablemente se verán pospuestas porque a veces no abarco todas las soluciones. Cosas que siempre reclaman atención, insistentes. Cosas que aparecerán durante el día. Cosas, cosas,... Mientras pienso esto, dejo que la pereza me vuelva a abrazar y me dejo mecer entre sus brazos cargados de promesas algodonosas como nubes. Paraiso de leche y miel para mis sentidos. La casa está vacía y disfruto pensando por un momento que soy la reina de mi tiempo. El silencio es casi palpable. La luz tenue todavía. Y yo sigo adormilada, calentita bajo mis sábanas.

Poco a poco, la obligación avanza hasta mi cama y cogiéndome por los hombros me sacude con fuerza para despertarme. Aunque sigo sus consejos, a veces la encuentro un tanto cansina. En mi fuero interno me encantaría perderla de vista un par o tres de días. Me pregunto cómo sería vivir en la inconsciencia de aquellos capaces de vivir sin ningún tipo de obligación. Pero como no soy así dejo que la acción de levantarse empiece a cobrar forma en mi cerebro y se desplace hasta mis músculos, ladrando órdenes a diestro y siniestro para alejar la modorra, para ahuyentar la pereza que tan amablemente me acunaba. Los músculos responden casi de inmediato. Me estiro, me desperezo, arqueo la espalda, alargo las piernas, los brazos y lanzo un bostezo tipo señorial por donde se escapa resignada mi haraganería.

Me levanto y apoyo los pies descalzos sobre el suelo frío tras caminar por él la gélida noche. Este cambio de temperatura acaba por sacudirme de encima ideas ociosas que revoloteaban por mi mente buscando un hueco donde anidar. El frío me despeja, me da nuevas energías para encaminarme hacia el motor que inicia la actividad, en ocasiones febril, de casi todas mis mañanas: mi querida cafetera. Entre ella y yo establecemos nuestro peculiar ritual matutino cuando le pido mi dosis de cafeína y ella, coqueta, finge no querer darmelo. Tras insistir varias veces, empieza a verter el espeso y humeante líquido negro entre quejidos y chirridos, para recordarme que ya tiene cierta edad. La miro con nostalgia, sabedora que un día no fingirá, que realmente no podrá darme el café y que ese día será la despedida definitiva de mi compañera infatigable de tantos despertares.

Me encamino, café en mano hasta la butaca del salón, sabiamente orientada hacia los grandes ventanales que, ufanos, dejan entrar a raudales la luz y el sonido de la ciudad. Descorro las cortinas y me siento con las piernas recogidas dispuesta a observar como empieza la vida rutinaria en la calle. Veo como gente más remolona que yo empieza su vida laboral con la rapidez de aquellos a los que se les han pegado las sábanas. Veo gente, más madrugadora que yo, que ya lleva rato en plena faena. Los veo alejarse calle abajo con el carrito de la compra aún vacío. En un rato regresarán. Veo gente que, al igual que yo, se dedica a contemplar la vida despertar.

Cuando termino el café, sé que es hora de empezar a trabajar. Lavarse, vestirse, peinarse, irse, comer... La misma rutina de siempre. El mismo ciclo repetitivo que encuentro tan necesario. Pautas diarias que aportan seguridad. Los imprevistos me descolocan y siento que el día ya no marcha igual. Así que, depués de estar lista y aseada salgo por la puerta sin mirar atrás.

Otro día que empieza, otro día por acabar.

sábado, 14 de febrero de 2009

EL DOLOR DEL RECUERDO


Ayer estuve hablando de los motivos que me condujeron a crear este blog. Hay algunos instantes de tu vida que deben permanecer enterrados. Para siempre. Abrir el baúl de los recuerdos, en algunas ocasiones, puede llevarte a un estado regresivo previo si no estás lo suficientemente preparado para afrontar el recuerdo de un dolor que, en su día, fue lacerante y devastador.



Yo, que tengo en ocasiones una tendencia claramente masoquista, sé muy bien que hay sufrimientos que no merece la pena revivir, porque llevar a cabo esta especie de resurrección, a veces conlleva no sólo volver a sufrir de nuevo todo el conflicto, sino el temible inconveniente de levantar a los viejos fantasmas de las tumbas donde los enterrastes. Esto lo sé por experiencia propia, porque hubo un tiempo en que la vida carecía de sentido, y hallaba consuelo, de un modo absurdo, en el hecho de exponerme una y otra vez, en una vorágine secuencial y sempiterna, a los recuerdos de las heridas que me habían inflingido. Nunca he sido una persona especialmente fuerte ni valiente, aunque la gente se obceque en opinar lo contrario. De manera que ,mientras me dedicaba a rememorar esos recuerdos tan desagradables una y otra vez, en una búsqueda absurda de algún sentido espiritual a lo que aferrarme en medio del caos vacío en el que sentía que me hallaba metida, los fantasmas de los miedos se levantaron y avanzaron hacia mi. En fin, fue una época muy mala en la que intenté reencontrarme y volver a levantarme lo suficientemente intacta como para observar el estropicio e intentar arreglar aquel embrollo gentileza de cierta casa victoriana. Como de lo malo todo se aprende, di la lección por aprendida: no volver a recordar momentos sumamente dolorosos mientras no me halle en una disposición de ánimo que augure fortaleza interior y cualquier otra pamplinada espiritual.



El problema a veces reside en dilucidar cuando uno está fuerte de cuando uno cree estarlo. A veces caemos en el tópico y típico error de autoengañarnos y pensar que tenemos todo solucionado. Porque a veces necesitamos creer que somos más fuertes de lo que en realidad somos para que, en una parábola emocional un tanto grotesca, acabemos siéndolo realmente. Somos un poco el Narciso de nuestra propia templanza y fortaleza. Otras veces nos despista la máscara que nos ponemos para evitar preocupaciones fútiles a los demás. Las repeticiones sobre un estado de salud mental óptimo recaen una y otra vez sobre tus oidos que, al final, confusos, no saben distinguir entre la mentira que sale de tu boca y la esperanza de una realidad poco probable. Esta lluvia de mentiras disfrazadas de verdades futuras acaba anegándolo todo, cayendo en la trampa de creerte tu misma esas mismas falsedades antes del tiempo determinado para que dejen de ser un espejismo. Todos estos falsos iconos sobre nosotros mismos y nuestro afán de superación, caen aplastados bajo el peso irremediable de un dolor que seguía estando ahí. Agazapado. Esperando el momento oportuno en el que tú bajaras las barreras que con tanto esfuerzo creías haber izado para defenderte de su ataque furtivo.


El ser humano puede pecar a veces de ser sensible y débil. Nos creemos poseedores de una fortaleza que insiste en escurrirse sinuosa entre nuestros dedos inexpertos. Pensamos, en nuestra ignorancia, que nuestra moral se erigirá frente a nosotros a modo de escudo protector sin entender que el dolor no entiende de verdades. Y menos de justicia. Los recuerdos dolorosos tienen la molestia de volverse perennes en nuestra memoria. Nuestra meta o aspiración es intentar ser lo suficientemente capaces de llegar a vivirlos de nuevo sin que su intensidad nos afecte. El tiempo es un atenuante magnífico.

viernes, 13 de febrero de 2009

SAN VALENTÍN


Mañana es San Valentín. Una fiesta que pienso que es realmente estúpida y discriminatoria y que, absurdamente, estoy deseando celebrar.

San Valentín, junto con Sant Jordi son fiestas populares para celebrar el amor. Ya sé que para Sant Jordi te venden la moto que en realidad es el día del libro y de la rosa, pero todos somos conscientes que el libro se compra para él, y la rosa para ella. Así que nos encontramos en una población que tiene dos fiestas comerciales dedicadas a ensalzar los beneficios del consumismo por amor. Y es en estas fechas cuando me pregunto en mi fuero interno qué demonios tienen que celebrar dos personas que están enamoradas si lo suyo es una celebración constante. Si estás viviendo un amor en su pleno apogeo cada día lo vives como una fiesta. Eso sin contar los motivos reales, imaginarios o imprevisibles que aduces para complacer a tu pareja con un detalle sin importancia. Detalles que suelen ser chucherías varias obtenidas previo pago, por supuesto. Las artesanías caseras quedaron en el olvido porque es más práctico y más factible ir a la tienda a comprar algo. No conozco a nadie de mi edad que se dedique a tejer una bufanda o un jersey para su amado. De hecho, no conozco a nadie de mi edad que sepa tejer. El único alivio que me queda es la capacidad de algunos de organizar cenas en casa. No cuentan llamadas a pizzerías ni restaurantes chinos.

Si, por otra parte, tienes un amor consolidado, anodino tal vez, entonces estas fiestas las aprovechas para recordar a tu pareja que la sigues queriendo. También puede ser que aproveches para engañar a tu pareja fingiendo que la sigues queriendo. Un porcentaje las celebra porque se perciben como algo obligatorio, merecedor de un gesto desaprobatorio si caes en el error de no rescatarlas del olvido. Para que esto no pase, la sociedad echa un cable a aquellos despitados que viven en la monotonía emocional. Señales admonitorias de que el gran día se acerca. Preparen su corazón y sus bolsillos. En primer lugar, un alud de anuncios televisivos y callejeros golpean todos tus sentidos: visual (es imposible no ver los miles de anuncios que surgen por todas partes como setas en otoño), auditivo (el tema da para mucho ya que no sólo oyes anuncios sino que puedes escuchar a la gente parlotear sin cesar sobre las maquinaciones que están tramando para sorprender, agradar y demás a su pareja), olfativo (en estas fechas aparece una nueva tribu urbana. Son unos seres peligrosos que viven y se reproducen en los grandes supermercados y que tienen la irritante costumbre de rociarte con los efluvios que traen con ellos con el firme propósito de engatusarte para que accedas a comprarles uno de sus frascos), gustativo (explosión demográfica de los familiares elaborados del cacao y nacimiento de una nueva especie, la rosa de gominola para los paladares más golosos) y por supuesto el táctil (peluches, peluches y... sí, creo que peluches). En segundo lugar, la calle se engalana con miles de puestos ambulantes que ofrecen sus productos a cualquier transeúnte que por algún motivo desconocido (tal vez vuelva de un viaje por otra dimensión, o haya estado en interfase) no haya observado ninguno de los signos del punto anterior. Así que uno se encuentra que cada pocos pasos disfruta de todo un surtido y variedad de rosas, libros y otros objetos (porque hay que ir innovándose) al alcance de un bolsillo que cada vez ha de demostrar más solvencia. También se pueden observar por la calle unos transportes públicos de lo más engalanados: los autobuses son disfrazados cual toro de miura con banderines incluidos. Lo malo de esta medida para recordar a los peatones que estamos ante un día festivo, es que la mayoría de ellos se quedan mirando pasmados esas banderillas con la confusión pintada en sus rostros... qué fiesta debe ser hoy, es la incógnita que uno puede leer en sus ojos. Y si a pesar de todos los puntos anteriores uno de olvida o se despista, siempre puede recurrir al tan manido "es que yo estas fiestas comerciales no las celebro, yo a mi pareja le hago regalos cuando me lo parece" que queda muy cool, muy anticonsumista y te deja con la sensación en la boca de que esa es toda una detallista. Aunque normalmente se trata de personas de apariencias falsas, que no han tenido en su vida la intención de brindar a la persona amada un regalo de índole afectuosa. Y me parece muy bien. Hay que reconocer la virtud de apreciar lo que uno tiene sin interrupciones materiales, exceptuando, claro está, el caso de los tacaños acérrimos.


Pero ¿qué pasa con aquellos que no disponen de una pareja a la que regalar o que le regalen? En verdad, ellos son los que se merecerían un día para festejar. Ser soltero, o single como les gusta llamarse a sí mismos a algunos miembros snobs de la comunidad, en una sociedad que aboga por la reproducción filial a toda costa, es toda una proeza. Proeza porque cuesta mantener tu identidad sin ganarse alguna que otra mirada acusatoria y algún apelativo nada cariñoso, siendo egoista el que más gana en porcentajes. Esto es especialmente evidente en el caso de las mujeres que de vez en cuando aún son catalogadas como solteronas frente al tan cosabido soltero de oro. Los solitarios se ven relegados a un rincón en estas festividades. Marginados sociales. Parias del consumismo sentimental. A veces intentan hacer esfuerzos por integrarse con los demás y se compran a sí mismos regalos aludiendo, con razón, que ellos son su propia pareja y se quieren mucho. Yo, sin ir más lejos, llegué a comprarme una rosa y pasearme por el barrio con ella en la mano, en un intento de encajar en una calle donde todas las mujeres llevaban una.

Yo apuesto por la abolición de estas fiestas en pro de otra de reconociento y apoyo a aquellas personas que, por el motivo que sea, no disponen de pareja comercial. Las que tienen una pareja ya tienen bastante motivo de dicha como para que encima se les tenga que recompensar con dos festividades públicas. Siempre quedan los aniversarios!!. Y si el motivo de celebrarlas es que tu pareja no suele ser detallista... no vas a cambiar a esa persona por imposición popular.

Yo este año celebraré San Valentín por varios motivos: porque es el primer año que dispongo de alguien a quien regalar, porque como nunca lo he celebrado estoy deseando sumergirme en el fervor del consumismo capitalista y porque me da la gana. Lo que haga o deje de hacer el resto de mi vida es una incógnita pero siempre apostaré por una fiesta popular para agasajar a los solteros, a los viudos y a la gente con el corazón roto.

jueves, 5 de febrero de 2009

ROTURA


Hay veces en que por más que intentemos hacer las cosas de una determinada manera, estas se estiran, se retuercen y se acaban volviendo contra ti. Da lo mismo lo mucho que te esfuerces, intentes, patalees y te enfades. No hay nada que hacer. Son los aspectos más brutales de una vida que a veces se empeña en intentar destruir el núcleo de tu esencia misma. Esa esencia, parte intrínseca de uno mismo. Esa esencia que algunos llaman personalidad.

Coelho, ya reflexionó en uno de sus libros, sobre esta esencia nuestra. ¿Somos buenos o malos? Y en caso de que seamos una u otra cosa, ¿es la vida capaz de modificar, de destruir esta esencia nuestra? Es posible, de hecho pienso que es lo más plausible, que todos tengamos en nosotros ambas posibilidades de esta esencia. Somos buenos y somos malos a la vez. En proporciones desiguales. La parte mala, normalmente se haya enterrada bajo el peso de la educación recibida, especialmente si esta está teñida con tintes católicos. Está sepultada bajo un alud de convenciones, normas y protocolos sociales. Estas partes hermanadas dentro de una misma mente viven en constante tensión. Solemos reprimir una, y nos dedicamos a vivir la otra. A nadie le gusta pensar que uno mismo es malo, o tiene el potencial necesario para serlo. Así que, en términos generales, solemos vivir siendo esencialmente buenos. Y eso está bien.

¿Pero qué pasa cuando las circunstancias que nos rodean se vuelven en contra nuestra? Cuando por más que nos esforcemos, luchemos, todo nos sale del revés. Es entonces cuando esta proporción que hasta entonces ha estado más o menos estable, empieza a sufrir un cambio. Cambia la proporción, cambiamos nosotros. Esa esencia buena empequeñece, se agrieta y cede frente a su némesis malvada. Es un punto crítico para el ser. Es el momento álgido de la lucha de uno mismo contra las vicisitudes de la vida.

Y es que puede ser muy duro intentar no renunciar a la manera de ser uno mismo cuando nos enfrentamos a una vida que se empeña en demostrarnos que precisamente, esa manera de ser nuestra, está basada en conceptos erróneos. A ver quién no ha pensado alguna vez que si no fuéramos tan buenos las cosas nos irían mejor. O que siempre triunfan donde nosotros fracasamos, personas con menos escrúpulos. Pero si cedemos ante las adversidades, si cejamos en nuestro empeño de mantenernos fieles a nuestra manera de ser, nos perdemos a nosotros mismos. Es cuando la vida gana. El final de la película en el que el malo resulta vencedor. Nos perdemos a nosotros mismos, y perdemos una parte de nosotros que compartimos con los que nos rodean. Y no es una parte que se recupere. No se puede dar marcha atrás. Si pierdes, si te fallas a ti mismo, si renuncias aunque sea brevemente a tu esencia, quedará como una mácula en tu alma esa equivocación. Caemos en la tentación, y ya no nos liberamos, amén.

El problema estriba en si somos lo suficientemente fuertes para limitarnos a seguir siendo quién somos, cuando las circunstancias se empeñan en cambiarnos. Porque cuando el dolor nos rodea, y la decepción nos embarga, es muy difícl mantenerse estoicos en nuestros puestos. Cuesta mucho la verdad. Yo estuve fantaseando con ideas extravagantes de venganza cuando empecé a escribir este blog. Nunca las llevé a cabo. Pero podría haberlo hecho. Todos podemos ceder ante esta parte malvada que clama el protagonismo que tantas veces se le ha negado. Tuve suerte y resistí. Y me siento orgullosa de no haberme perdido. Perderse tiene como consecuencia la decepción. La de los que te rodean. Pero la peor, la que te infringes a ti mismo.
Hasta qué punto estamos dispuestos a llegar para seguir plantando cara a la vida es un misterio, hasta para los protagonistas de la historia. ¿Somos capaces de vender una parte nuestra, para tener la sensación de victoria? ¿Nos podemos considerar vencedores si no cambiamos y seguimos permitiendo que las cosas sigan iguales?
Son cuestiones que no tienen una respuesta fácil. Depende de tu fortaleza, de a qué te enfrentas, de los apoyos que cuentas, de la integridad que mantengas... Todos estamos andando siempre en la cuerda floja. La cuestión radica en cuánto podemos avanzar sin perder el equilibrio.

jueves, 29 de enero de 2009

SOBERBIA


Todos tenemos nuestros defectos. A veces los ocultamos porque somos conscientes de ellos. Otras ni tan sólo nos imaginamos que puedan encontrarse en nosotros, escondidos tras las fachadas de cordialidad que socialmente adoptamos. Roles que vienen y van, a ritmo de compromisos sociales. Tambien hay defectos que se muestran ante nosotros con la madurez. O con los imprevistos. Se nos muestran y nos sorprenden, nos enseñan cosas de nosotros mismos . Cosas desconocidas, misterios temporales que quedan resueltos por avatares del destino.

Yo he descubierto en mi un defecto. Un pecadillo tal vez. Y es que a veces puedo pecar de soberbia. Suelo creer, en mi suma ignorancia, que lo sé todo. Y por supuesto, no es así. Pero como he dicho, la vida a veces hace estos ajustes de cuentas contigo. Vuelta de rosca y apretando un poquito más. Porque la vida es eso, aprender que no has aprendido casi nada.

Yo me creía que sabía casi todo del amor y sobretodo del desamor. Me parecía que mi visión era acertada, aprendida y consensuada tras muchas experiencias y observaciones de campo. Pero está claro que, aunque sí sepa algunas cosas, especialmente sobre el desamor y algún que otro tipo de amor, no tenía ni idea de lo que verdaderamente significa querer y ser correspondido.
A veces me pierdo en diatribas cínicas y lo camuflo todo tras la visión irónica con la que contemplo la vida pasar. Eso da de mi una imagen de fuerza y de indiferencia que no es en absoluto real. Un espejismo para despistar a los que buscan una callejón para escabullirse de las verdades menos agradables de los otros.
El amor se metamorfosea constantemente y por eso, nunca puede ser comprendido. Ni conocido. Cambia constantemente. En cada ocasión, con cada persona, en un tiempo y según el lugar. El amor es algo infinito e ilimitado. Es amorfo, inclasificable, inaprensible. Cuando lo buscas no lo encuentras. Le gusta sorprenderte cuando menos te lo esperas y con quién menos te lo esperas, aunque a veces se deja mostrar previsible y pausado.
Yo pensaba que el amor no podía conmigo. Escudos de protección como fortalezas de un castillo envolvían el árido paisaje que rodeaba mi corazón. Estaba preparada y con las armas alzadas para lanzar una ofensiva ante el pimer indicio. Cuando tenía un descanso me lamía las heridas más recientes para no olvidar. Pero el amor, a veces es aire. Vuela, se cuela por los resquicios y te desbarata todo. Y una vez desajustada tu realidad, es las hora de desajustarte a ti.

Porque el amor te transforma. Muta dentro de ti y tú, con él. Se cuela en los resquicios de tu alma, hurga, remueve, airea los trapos sucios, los viejos fantasmas, y si resistes los miedos con los que te asusta, entonces te premia con una nueva personalidad, más limpia, más nueva. No es que pierdas tu esencia, sino que durante un periodo de tiempo brillas con una nueva luz. El polvo de las viejas estanterías que sale flotando al paso del plumero.. desaparece, aunque poco a poco se vuelve a posar. Así es un poco el amor si te dejas llevar por él. Te limpia del pasado hasta que el futuro, poco a poco vuelve a poner las cosas en un sitio. Cambian las disposiciones, y surgen novedades, pero lo básico se mantiene ahí.

Y yo, la soberbia, que pensaba que nada me afectaba, caigo rendida y sucumbo ante él. Me siento como si me hubiera sumergido en un estanque de aguas cristalinas. Caen las máscaras y recupero trozos de mi propio yo. Trozos de cosas que se rompieron. Que me rompieron. Pedazos de corazón, una pluma de autoestima, la capacidad de dejarse querer, un sueño que se escapó...

Y descubro, asombrada, a otra Mónica que pensaba que no existía. Tan soberbia soy a veces que pensaba que me conocía casi por completo. Qué gran equivocación. Descubro que soy tierna, que puedo dar besos espontáneamente, que a veces peco de almibarada, que necesito del contacto físico para dormir, que me da miedo perder lo que tengo, que puedo realizarme a través de una mirada, lo equivocada que he estado hasta ahora queriendo a gente que no merecía ni una décima parte de lo que ofrecía. Yo, que siempre he aborrecido a los chiclosos, me descubro como una de ellos, y lo peor de todo es que esta realidad no me horroriza sino que me encanta. Soy como una niña que ha descubierto el baúl de los tesoros. Río encantada con cada nuevo descubrimiento.

¿Por qué no había sido capaz de comprender que el amor podía ser tan maravilloso? Y qué poder tiene. Fuente originaria de los miedos primarios. Ahora que sé lo que es querer y que te quieran soy capaz de entender tantas cosas... Cosas que en mi infinita soberbia me veía con el derecho a criticar y catalogar.

Bienvenidas sean las equivocaciones si darte cuenta de tus errores se aprende de esta manera tan maravillosa

domingo, 18 de enero de 2009

MI TIA


A veces la genética tiene sus cosas. Son un poco parecidas a los caminos del Señor, misteriosas e inexcrutables. La genética quiso que, pese a ser hija de mi madre, saliera más parecida a mi tía. Ya no sólo hablo de físico, que también, sino a aspectos psicológicos, gustos y modos de ver la vida. Yo, muchas veces me he quejado que en vez de heredar la astucia de mi padre o la valentía de mi madre, haya heredado la tranquilidad y la capacidad de sufrimiento que caracterizan a mi tía.

Mi tía es una persona que puede a simple vista parecer fría o parca en palabras. Nada más lejos de la realidad. Lo que pasa es que no se por qué, en mi familia, tenemos tendencias a ser parcos en las demostraciones afectivas. La procesión va por dentro. Y las mujeres que nos desviamos hacia la rama materna, solemos ser tímidas y de una sensibilidad exagerada.

Mi tía y yo, canalizamos muchas de nuestras emociones a través de los libros. Vivimos y sufrimos un montón de historias dentro de la tranquilidad que nos aporta unos límites bien definidos. Páginas de papel que evitan que se desborde un torrente de emociones. Porque somos sensibles y el mundo a veces, es muy cruel. Y ese dolor, a veces abruma y consigue que nos derrumbemos. Aunque siempre acabamos levantándonos.

Me gusta hablar con ella. Pienso que es una persona que tiene unos valores morales muy bien definidos y unas ideas sobre la vida que me tranquilizan. Dice las cosas por su nombre y lo que es blanco es blanco y lo que es negro es negro, independientemente del foco del color. Ella ejerce el papel de perfecta madrina. Me aconseja y me guía y yo le hago caso cuando la situación lo permite. Porque los asuntos familiares que a veces tratamos son temas delicados. Secretos que son susurros entre las dos. Porque estoy segura de que si yo veo mi reflejo en ella, ella también ve algo de si misma dentro de mi. Por eso siempre me protege y me defiende, y yo me dejo defender. De vez en cuando es agradecido que alguien de la cara por ti.

Cuando dudo de mi misma, ella disipa mis incertidumbres. Mantiene una visión clara de las cosas. Las gafas con las que me empeño en ver la vida, a veces se empañan y se ensucian. Ella es mi gamuza particular. Consigue que en su casa me sienta un poco como en la mía. Y es que después de mi idolatrada abuela y sin contar con mi progenitora, es la persona a la que más quiero en el mundo.

Tengo que reconocer que a veces la miro y pienso que en esta vida yo seguiré sus pasos. Es un modelo a seguir, un ejemplo al que me aferro y pienso que es correcto. El adecuado. Una estabilidad que ha conseguido y que mantiene a pesar de los nervios. Todas sus virtudes se plasman y se observan en mis primos que, a pesar de mostrar cada uno un carácter propio y muy poca afinidad a la lectura, son unos chicos ejemplares. Buena gente. De esos que te hacen sentir orgullosos de llamar familia. Y es que con ellos, con mi tíos y mis primos me une un lazo que no muestro con otros miembros de mi familia. y quién diga que quiere a todos por igual miente como un bellaco. Ellos son mi perdición, y lo reconozco. Y para muestra, mi targeta de crédito después de que hayan pasado Reyes. Y es que para la gente que quiero, no hay dinero en el mundo que compense el afecto que les profeso.

Hace tiempo vi una foto de mi tía de joven. Le brillaban los ojos y se la veía feliz. Ahora a pesar de los años transcurridos y de los palos que nos llevamos todos en la vida, aún es capaz de mostrar ese brillo en la mirada cuando ríe y se relaja.

Mi tía es la que me da jamones en Navidad. La que pese a los años me sigue trayendo regalos para mi cumpleaños. Con la que intercambio libros e historias. Comidas en el bingo las dos solas. Paseos por las callejuelas que rodean el Ayuntamiento cuando me regalaba una visita matutina a la ciudad. Siempre mostrando esos detalles que me hacen sentir única y especial. Me da apoyo y consejo. Y eso tan sólo sirve para que uno se de cuenta que es más grande de lo que ella se pueda creer.

Es muy difícil poder corresponder a aquellos que te dan amor desinteresadamente. Siempre queda esa sensación de que podrías dar más. Pero yo les escribo. Intento vaciar el contenido de mi corazón y de mis pensamientos entre estas líneas soñando, que de alguna manera, ellos comprenden lo importantes que son para mí.

Para mi tía, la del corazón de oro. La que siempre esta ahí.