domingo, 29 de junio de 2008

VERANO


El calor va llegando y perezosa, me libro del frio sopor invernal. Yo voy al revés de la gente y en cuanto llega el crudo invierno, siento una necesidad imperiosa de ingerir cantidades desorbitadas de comida, dejarme crecer todos los pelos de mi cuerpo, meterme bajo el nórdico y la manta de lana y dormir hasta la llegada de la primavera siguiente. No soporto el frío. Lo odio. Siento que me congela las ideas y los sentimientos. A pesar que el idealismo romantico me hipnotiza con imagenes subyugantes de amores alrededor de una taza caliente de chocolate, al cobijo de una cabaña de madera ubicada en un entorno cubierto de nieve, en la estampa siempre añado mi nota de calor: una chimenea encendida, un sol radiante que permite un breve paseo por la campiña inglesa congelada (porque estos sueños romanticoides siempre tienen un trasfondo de campiña inglesa, para que lo vamos a negar. El victorianismo ha hecho mucho daño a mi mente, y Jane Austen más).



Sin embargo, el calor de la primavera y el verano, pone algo en marcha en mi interior. Todos los circuitos que permanecían suspendidos en sus funciones empiezan a pasar al modo ON y entro en un frenesí de actividad . Es curioso sin embargo, que es en este tiempo cuando menos cosas tengo para hacer. Los cursos, la universidad...todo cierra sus puertas ante la inminencia del sofocante calor veraniego. Y ahí me quedo yo, con un montón de energía y pocos lugares donde invertirla . Visitar museos, jugar a esos juegos de la play que he ido postergando durante el año, porque hasta sacar el mando de la caja me daba palo, quedar con gente que no quiere salir de sus casas.... Y lo mejor de todo, ir a la playa.

Y no sólo a las actividades me refiero, esos sustitutos de compañía que utilizo cuando la soledad se vuelve demasiado cruel para soportar la carga en mi espalda. Yo no nací para ser mi propio Atlas. El peso de mi mundo a veces es demasiado intenso hasta para mí. También las emociones se desperezan y deciden recuperar el tiempo perdido en ensoñaciones invernales. Y sin darme cuenta, modifican los circuitos neuronales que forman mi nervio óptico, y hacen que vea a la gente más guapa. Los amores de verano ocupan mi mente, y camino decidida hacia lo que voy evitando el resto del año. Conozco, tanteo, pruebo en ocasiones y, normalmente, acabo declinando la oferta para intentar encontrar ese algo mejor, que en realidad, no existe, aunque conserve la esperanza de que esté sumida en una gran equivocación.

Soy como un pavo real que despliega su cola de hermosos colores cuando llega el verano. Mis compañeros de piso me dicen que en verano me transformo, estoy con el guapo subido (en los límites que me han sido impuestos claro), y yo me lo creo y por esa regla de tres (aplicación directa de la teoría Inma: mírate en el espejo y asómbrate de tu magnetismo personal), los demás también se lo creen. Soy la mariposa que, libre, vuela lejos de su crisálida protectora. Ya volveré cuando las hojas amarilleen y la lluvia anuncia la llegada de la estación otoñal, y, junto a ella, la llegada inminente de ese frío paralizador.

Cuando voy en moto en verano, voy sonriendo encantada de sentir la brisa en mi piel morena. Vale, mi moreno paleta, porque estoy morena por ir en moto, pero eso la gente no lo sabe, a no ser que me vea desnuda o en la playa. En invierno, cuando voy en moto, también sonrío, pero es una sonrisa que indica que estoy a un tris de la muerte por congelación. Y eso que llevo cuatro o cinco capas de ropa protectora, aislantes térmicos y, una vez, hasta un periódico, porque me dijeron que era aislante. Nada de eso me protege lo suficiente para evitar que entre en un estado de mutación hacia el pitufismo más barroco.

Indudablemente, el verano me sostiene y me da las fuerzas necesarias para soportar el invierno, el frío. Yo sostengo la teoría que provengo del cocodrilo y necesito del calor para mantener mi sangre caliente. También sostengo que soy un avance evolutivo para el futuro sobrecalentamiento global e, inconscientemente, hago la fotosíntesis. Cualquiera de las dos explicaciones son válidas para explicar el por qué soy capaz de estar horas tumbada bajo el sol más achicharrante sin morir por combustión espontánea.

Adoro el verano, eso está claro. Y, secretamente, también adoro el invierno porque me permite disfrutar más del verano cuando este llega. Una de mis palabras favoritas es Sorath: el sol que calienta en invierno. La otro, sin duda, es: vacaciones.

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