domingo, 27 de julio de 2008

ROSAS BLANCAS


Siempre había tenido un sueño estúpido. Ese sueño como tantos otros, ya no existe. Ya no está. Pero quería compartirlo porque hacía mucho que estaba conmigo y ya le había cogido hasta cariño.


Yo soñaba que la persona de mi vida, ese príncipe azul en el que aún creía de vez en cuando, sería identificado mediante una señal. Él me regalaría un ramo de rosas blancas, mis flores preferidas. La dificultad estaba, pues si no, cualquiera podría ser ese príncipe encantado, en que yo jamás diría a nadie, bueno, a ningún posible candidato, cuáles eran esas flores que me hacían suspirar. Era mi propio laberinto del Minotauro. Sólo los que siguieran el camino correcto serían capaces de llegar al centro, donde estaría esperando exultante. Con el rostro arrobado y esas patrañas típicas de novelas rosas. Por supuesto, cualquier persona mínimamente avispada, y que tuviera interés en llevar a cabo semejante hazaña, tan sólo tenía que preguntar a cualquier persona de mi círculo íntimo, cuál era el color correcto de mis preciadas flores. Todas mis amigas saben que suspiro por una, o unas cuantas, de esas rosas blancas. Migajas de información que marcaban el sendero a seguir. Según las flores escogidas, o la ausencia de ellas, la persona en cuestión se situaba más o menos cerca de cumplir mi sueño. De ser la señal que lo marcaría como aquel al que mi corazón estaba esperando.


Pero curiosamente, aunque dos personas hayan cumplido los requisitos, ninguna resultó ser ese príncipe que yo esperaba. Más bien resultaron ser ranas. El primero que me regaló rosas blancas fue Xavi, en un cumpleaños. Un bonito ramo que entregaron los señores de Interflora. Por un momento, estuve asustada de que la señal indicara que ese hombre, bastante entrado en años (y en carne) con mono azul, plantado ante la puerta de mi casa, con un ramo de rosas blancas, fuera el elegido. Pero cuando leí la targeta, sonreí, bastante aliviada y le cerré la puerta en las narices (no fuera que me pidiera propina, pues era joven e indigente). La targeta, que aún guardo (hay cosas en las que nunca cambiaré), reflejaba la consecución de ese sueño y la promesa de otros. Pero esos otros nunca llegaron. Las rosas se marchitaron. La vida continuó y con ella mis esperanzas de que, algún día alguien volviera a sorprenderme con rosas blancas.

El siguiente que consiguió acertar con el color, fue Jordi, el de París. Lo nuestro fue un amor a primera vista. De todos modos al chico le costó decidirse y yo no ayudé mucho, pues tenía dudas. Y a otro en la cabeza y en el corazón. Hay que ser sinceros a estas alturas. Esas dudas cogieron las maletas y se fueron para siempre jamás, un día en que me dijo que si aceptaba una cena con él, me traería un ramo de flores, como un caballero. Qué flores traerías? le pregunté expectante. Y se me quedó mirando a los ojos, y creo que de algún modo extraño, me leyó los sueños pues contestó sin asomo de duda: para ti, rosas blancas. No puede ser ninguna otra flor. Así que acepté, y él cumplió la promesa. Y estuve convencida mucho tiempo que las rosas no se habían equivocado. Pero.... lo habían hecho. La oveja se quitó el disfraz y apareció el lobo debajo. Un viaje y un mensaje de móvil después, Jordi desapareció y se llevó mis esperanzas y mis rosas consigo. El Minotauro estuvo cerca de conseguirlo. El príncipe se convirtió en sapo.

Y ya no me han vuelto a regalar rosas blancas. Por sorpresa, quiero decir. Los amigos a veces me sorprenden con una para hacerme sonreir. Pero las rosas blancas ya no marcan el camino. Ya no son una señal. Una crece, y la vida te hace madurar. Te pinchas con las espinas de esas rosas que prometen tanto amor, y te das cuenta, de que ya no te gustan. Hasta les tienes miedo.

Guardo un pétalo de cada ramo. En mi diario. En mi corazón. Las rosas blancas siguen siendo mis favoritas. Pero ya no son rosas de amor.

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